n México se ha vuelto una costumbre hablar de izquierda y derecha sin decir nada. Desde hace décadas, la mayoría de las fuerzas políticas aprendieron a maquillarse con discursos progresistas que no tocan ni por error las estructuras que sostienen la desigualdad. Ser de derecha quedó asociado al porfirismo; ser de izquierda, a una etiqueta cómoda que cualquiera puede ponerse sin cuestionar el modelo que mantiene al país estancado. Así nació un espejismo útil: declarar principios sin asumir costos, indignarse sin transformar nada. El país terminó acostumbrándose a una izquierda de superficie, más atenta al lenguaje de moda que a la realidad material de millones.
En ese vacío apareció, sin pudor, lo que puede llamarse sin rodeos un neoliberalismo de izquierda. Una corriente que abraza causas legítimas –feminismo académico, ecologismo discursivo, diversidad sexual, antirracismo–, pero que evita, con disciplina quirúrgica, cualquier discusión sobre el poder material. Prefieren concentrarse en debates de lenguaje y representaciones simbólicas antes que preguntar quién controla la tecnología que usamos, quién escribe las reglas del comercio internacional o quién se queda con el valor generado por el trabajo mexicano. Señalan ofensas discursivas con fervor militante, pero toleran sin escándalo la violencia económica que fabrica pobreza todos los días. En esa visión, la política se reduce a sensibilidad y no a transformación, a discusiones estéticas que nunca rozan el fondo del problema.
Ese progresismo identitario es funcional a las élites globales porque moraliza la política sin alterar sus bases materiales. Permite marchar sin cuestionar al capital extranjero, protestar sin tocar salarios, exigir reconocimiento sin exigir redistribución. Es un producto importado del Atlántico Norte, diseñado para convertir la política en terapia emocional. Prefiere corregir discursos antes que corregir estructuras. Habla de cuidados, pero no de industria; habla de inclusión, pero no de producción; habla de justicia abstracta, pero nunca del poder concreto. Se ha vuelto una izquierda que administra los símbolos mientras renuncia a disputar la economía real, satisfecha con ganar la conversación aunque pierda el país.
Frente a esa izquierda de cartón existe otra tradición, menos ruidosa pero infinitamente más seria: la izquierda nacional. La que habla de soberanía productiva, industria propia, innovación local, salarios dignos y poder real para los trabajadores. La que no nació en aulas privilegiadas ni en ONGs cosmopolitas, sino en el campo despojado, en la fábrica precarizada, en el sindicato acosado y en los barrios sin futuro. Esa izquierda entiende que el Estado no es una abstracción enemiga, sino la única herramienta capaz de romper la desigualdad estructural. Sabe que sin Estado no hay desarrollo, y sin desarrollo no hay justicia. Y sabe también que la dignidad nacional no se declama: se sostiene con producción, tecnología y fuerza material.
Entre ambas izquierdas la distancia no es ideológica: es moral y estratégica. Una convirtió la política en un examen permanente de virtudes personales; la otra la entiende como una disputa histórica por el poder nacional. Una cree que el cambio llega cuando cambiamos el tono; la otra sabe que nada cambia si no se modifican las estructuras económicas. Una se indigna con las palabras; la otra con la injusticia. Una administra el neoliberalismo con lenguaje progresista; la otra intenta enfrentarlo con proyectos, no con performances. Una vive obsesionada con las formas; la otra con los resultados. Una protege privilegios con discurso moral; la otra enfrenta a quienes lucran con la dependencia y se benefician del estancamiento.
México no puede seguir atrapado en batallas simbólicas que no mueven ni un tornillo del aparato productivo. Necesita una izquierda con los pies en el suelo y la mirada en el futuro: una izquierda que hable de manufactura compleja, cadenas de valor, ciencia aplicada, energía, infraestructura, capacidades estatales y estrategia industrial. Una izquierda que vuelva a creer que México puede producir, innovar y competir, y que no acepte la dependencia tecnológica perpetua. Una izquierda que entienda que la soberanía no se declama: se produce; que el bienestar no se decreta: se fabrica; que un país no se libera con discursos, sino con máquinas, ingenieros, obreros calificados y tecnologías propias. Una izquierda que sepa que la dignidad nacional pasa por las manos que trabajan, no por los seminarios que discuten.
Reconstruir una izquierda transformadora implica dejar atrás el cinismo que domina buena parte del debate público: esa convicción de que nada cambia, de que México está condenado al estancamiento, de que cualquier proyecto nacional es nostalgia. Ese fatalismo protege a quienes viven de administrar la dependencia. Una izquierda seria no llora ante el presente: lo enfrenta. No se paraliza ante el tamaño del reto: lo asume. No se esconde tras el lenguaje de las identidades: se planta en el terreno donde se decide el futuro del país. Y entiende que avanzar implica recuperar la ambición perdida: la capacidad de imaginar un México fuerte, productivo y dueño de su destino.
El reto que México tiene delante no es solo económico: es existencial. Un país que no produce lo que consume depende de otros para sobrevivir. Un país que no controla su energía ni su tecnología entrega su futuro. Un país que no protege a sus trabajadores renuncia a la cohesión social que hace posible cualquier democracia. La libertad sin fuerza material es un gesto vacío; la soberanía sin industria es una ceremonia sin sustancia.
México merece otra izquierda: una que piense en grande, recupere la ambición perdida y vuelva a hablar de soberanía sin pedir disculpas. Una que ponga sobre la mesa lo que nadie quiere discutir: que sin aparato productivo no hay justicia social posible, que sin innovación no hay competitividad y que sin poder económico no hay independencia real. México no necesita una izquierda que administre sus derrotas, sino una que se atreva a construir su futuro. Porque un país que renuncia a producir renuncia a decidir, y un país que renuncia a decidir renuncia, sin darse cuenta, a sí mismo.
*Director del CIDE












