iva Cristo Rey! Así remata el documento de los obispos mexicanos titulado Iglesia en México: memoria y profecía. Texto que corresponde al mensaje de la conferencia del episcopado mexicano de la 119 Asamblea Plenaria, realizada del 10 al 14 de noviembre de 2025. El documento llama a la unidad de la Iglesia y realiza durísimas críticas al gobierno de la 4T. Reprocha con enjundia los errores y carencias del actual gobierno. Todo está mal y no reconoce ni un milímetro los logros y avances. Era como escuchar a Alito Moreno pasado por agua bendita.
Sin embargo, lo que más llama la atención es la exaltación hacia los cristeros. La Cristiada, llamada así por Jean Meyer, que recoge la expresión popular de los campesinos combatientes, también conocida como Guerra Cristera o Guerra de los Cristeros, fue una contienda civil que tuvo lugar en México entre 1926 y 1929. Recoge uno de los episodios más cruentos en la historia de México. Fue una guerra fratricida entre campesinos y clases populares católicos contra el gobierno recién emanado de la Revolución Mexicana, con la religión católica como impulso y la consigna referencial al grito de “¡Viva Cristo Rey!”
Los obispos entran así al tema: “Apenas unos meses después de la proclamación de la Solemnidad de Cristo Rey, en julio de 1926, entraba en vigor la llamada ‘Ley Calles’ en nuestro país, que desató la persecución religiosa más cruenta de nuestra historia. Es por ello que en enero de 1927 el pueblo católico, reprimido, inició el levantamiento armado conocido como la Resistencia Cristera”.
Sin decirlo abiertamente, los obispos emulan el totalitarismo del gobierno de Calles con los rasgos del movimiento actual. Miren, dicen los prelados: “Debemos hacer un examen de conciencia y un compromiso renovado. Nuestros mártires nos preguntan hoy: ¿Estamos dispuestos a defender nuestra fe con la misma radicalidad? ¿Hemos perdido el sentido de lo sagrado? ¿Nos hemos acomodado a una cultura que quiere relegar la fe al ámbito privado?” Nos empujan y luego se rajan como en la Cristiada.
Los obispos exaltan el martirio de la gesta cristera con dramatismo: “Queremos honrar hoy la memoria de los más de 200 mil mártires que entregaron sus vidas defendiendo su fe: niños, jóvenes, ancianos; campesinos, obreros, profesionistas; sacerdotes, religiosos laicos… el México heroico de los cristeros que dieron su vida por una causa sagrada, por la libertad de creer y de vivir según su fe, todos ellos escribieron una página luminosa en la historia de la Iglesia universal y de nuestra patria”.
Desconocemos si el episcopado no cuente con asesores en historia. O quieran jugar a la desmemoria de México y principalmente de su propia feligresía. Pero los combatientes católicos de entonces calificaron de traición a sus obispos. En efecto, los guerrilleros católicos levantados en armas, las organizaciones en activo como la liga de la defensa de la libertad religiosa y los familiares de los más de 200 mil mártires caídos, calificaron a sus obispos como indignos por haber entregado la causa cristera. Hubo un profundo sentimiento de abandono. Hay múltiples testimonios históricos, como el libro de Luis Rivero del Val titulado Entre las patas de los caballos.
Los acuerdos de 1929, después llamados por los propios cristeros “Arreglos”, fueron negociados por el presidente interino de México, Emilio Portes Gil, en representación del gobierno, y la jerarquía católica a través del arzobispo Leopoldo Ruiz y Flores y el obispo Pascual Díaz. El proceso fue mediado por el embajador estadunidense Dwight Morrow y contó con el seguimiento de la Santa Sede.
En la negociación por la paz, la postura de los obispos estuvo dividida. Si bien inicialmente apoyaron la resistencia pacífica y la suspensión del culto, la mayoría del episcopado y el Vaticano se opusieron a la lucha armada a gran escala, buscando una solución negociada desde el principio.
La percepción de que los obispos traicionaron a los cristeros es el sentimiento común entre los combatientes. Se consideraron abandonados por la jerarquía eclesiástica tras los “Arreglos” de 1929. Si bien los obispos acataron la indicación del papa Pío XI, no consultaron a las bases alzadas para la firma de los protocolos de paz.
En efecto, el sentimiento de traición y abandono surge del tipo de acuerdos. El gobierno no modificó ni un ápice su postura anticlerical y la jerarquía católica entregó todo. Para empezar, pidió a sus adeptos entregar las armas. Mientras se mantiene intacta la ley Calles. Esto es, el rígido control hacia el culto católico, la restricción del número de sacerdotes, no tener celebraciones religiosas fuera del templo. El gobierno se comprometió a una “amnistía” para los combatientes y ser más flexibles en aplicar las normas legales. No quiero hacer apología de los motivos cristeros que querían hacer de Dios el centro de las decisiones de México. Hoy simpatizarían con Verástegui.
No hubo un concordato, sino un acuerdo pragmático que se llamó modus vivendi. A pesar de diferencias irreconciliables, la Iglesia y el Estado pactan de manera institucional que pueden coexistir pacíficamente y cooperar socialmente. La politóloga Soledad Loaeza señaló que este arreglo se pactó bajo la prevalencia de leyes anticlericales que en cualquier momento podían ser aplicadas como una espada de Damocles.
Los obispos, hacia el centenario de mártires cristeros, en lugar de romantizar y derrochar melancolía, deberían pedir perdón a su feligresía que generosamente se entregó. O al menos ofrecer una explicación amplia, ¿qué implicaciones políticas tiene este giro en un planetario que se inclina a la derecha?












