s posible parafrasear al gran letrado Tito Monterroso y decir que a más de 40 años, el crecimiento mexicano sigue sin poder desatar sus potencialidades y, lo peor, atado a sus peores pesadillas y dogmas. Pasaron los lustros, cambiaron los gobiernos y hasta sus dichos, pero el crecimiento seguía ahí, pasmado.
Con un crecimiento del PIB menos que mediocre, casi siempre por debajo del 2%, socialmente insatisfactorio, como lo muestra su cauda de empleo informal y desempleo disfrazado, sin contar con motores dinamizadores de la movilidad social y de la diversificación productiva, los diferentes encargados de las finanzas han mantenido, y mantienen, sexenio tras sexenio, sus máximas a flote: lo primero es la estabilidad financiera y fiscal en general, conforme al credo de las “calificadoras”. De ahí proviene la reducción sostenida de la inversión pública y, ahora, del gasto público en su conjunto, se trate o no de la provisión de bienes esenciales para un mínimo desarrollo humano.
En el Programa Económico para 2026 se mantiene la jurada fidelidad a la mítica consolidación fiscal, sin considerar el necesario impulso y conformación de plataformas de expansión y cambio estructural para el crecimiento, el desarrollo y su reproducción ampliada. De su presentación “en sociedad” (léase Congreso de la Unión), el Presupuesto y su correspondiente Ley de Ingresos encararán las varias evaluaciones actualizadas, un tanto a la carrera, por los analistas del sector privado. Su mínimo común denominador es y será la alarma por el peso que ha adquirido el servicio de la deuda, acaparador creciente de los ingresos del Estado y, por tanto, depredador de otros programas y destinos necesarios o vitales.
Se nos impone una cacofonía financiera y hacendaria, que no siempre son lo mismo, que aterriza en la imagen de un Estado autómata, autista y víctima de una crónica falta de ingresos. Repitamósnos: esa ausencia de líquido vital repercute en la estructura del gasto y los reflejos de los responsables de su ejecución; el daño a las capacidades del Estado para hacer que los derechos sociales sean una realidad en hospitales y escuelas, en drenajes e infraestructura, en tecnología y capacitaciones, es ya una realidad en prácticamente toda la anatomía estatal, presa de una anemia perniciosa que afecta ya, fehacientemente, los reflejos y la imaginación de los dirigentes del Estado.
Me lo confirma mi respetado colega Enrique Quintana: “(…) al presentar el Paquete Económico 2025, se anunció una ruta de consolidación: el déficit bajaría a 3.9% en 2025, a 3.2% en 2026 y se estabilizaría en torno a 2.9% a partir de 2027”.
“Sin embargo –agrega–, la realidad ya se apartó de la promesa (…) El nudo central está en la rigidez del gasto. Los programas sociales, que son la base de legitimidad política, se han vuelto la camisa de fuerza de las finanzas públicas (…) Con estos compromisos, el margen para la inversión pública o el gasto discrecional es cada vez menor. No es creíble que, bajo este escenario, el déficit pueda reducirse sin cambios de fondo en la estructura tributaria. (Enrique Quintana, “Promesas y riesgos en las finanzas del gobierno”, El Financiero, 30/09/25).
Por el contrario, la “solución” que han encontrado los encargados de las finanzas es recortar la cobija, hacer más –insisten– con menos, lo que nos ha llevado a quedar varados en una crónica insuficiencia hacendaria, abriendo mayores huecos en renglones fundamentales como la seguridad social y la educación, los puertos, los caminos … El no desarrollo, pues, que pasa por el magro crecimiento y se apodera de mentes y voluntades aquí, allá, acullá.
Descanse en paz el Estado histórico. Bienvenida la hambruna económica y social.
Querido Félix Lucio y sus compañeros del Comité: 2 de octubre no se olvida; menos aún cuando a cada salida se tiene enfrente o encima a los funestos bloques negros