a jefa de gobierno de la Ciudad de México, Clara Brugada, visitó ayer a algunos de los 17 elementos de la policía capitalina que permanecían hospitalizados a causa de las heridas recibidas por parte de vándalos y provocadores en el marco de la marcha conmemorativa del 2 de octubre. Las manifestaciones efectuadas el jueves pasado fueron las más violentas de los años recientes y, como en otras ocasiones, fue claro que las agresiones no provinieron de los estudiantes y otros ciudadanos que se reunieron para conmemorar la masacre de Tlatelolco, sino de grupos de criminales y provocadores que aprovechan los actos de protesta a fin de hacer desmanes.
Los testimonios y videograbaciones no dejan ninguna duda de que una parte de los supuestos integrantes del denominado bloque negro acudieron con el propósito único de saquear joyerías del Centro Histórico, pues operaron de forma coordinada, se presentaron con las herramientas necesarias para forzar las entradas de los comercios, y se dispersaron entre la multitud tras consumar los robos. Este modus operandi del bloque negro se encuentra identificado por lo menos desde 2020, cuando una célula sustrajo mercancía valorada en casi 4 millones de pesos de una tienda de ropa deportiva.
Además de ladrones, esos grupos de choque despliegan a provocadores que destruyen mobiliario urbano y agreden a uniformados que no tuvieron ninguna conducta violenta o represiva que pudiera, de algún modo, explicar la saña de los falsos manifestantes. Se ha detectado que tales ataques tienen lugar principalmente en las protestas vinculadas al movimiento estudiantil de 1968, a las luchas contra la violencia de género y al reclamo por la presentación de los 43 normalistas de Ayotzinapa brutalmente desaparecidos el 26 de septiembre de 2014, es decir, en jornadas de reivindicación de las exigencias más legítimas, urgentes y significativas de la sociedad mexicana.
Es inocultable que tales grupos no actúan de manera espontánea ni ingenua, sino a partir de un guion que persigue objetivos siniestros, pero fácilmente discernibles: desprestigiar a movimientos legítimos, precipitar –afortunadamente, sin éxito alguno– una respuesta violenta de las autoridades que desemboque en tragedias que habiliten narrativas de represión y autoritarismo, y sembrar una percepción de caos social que alimente discursos reaccionarios y pedidos de mano dura entre sectores de la población proclives a confundir fenómenos de naturaleza tan distinta como los movimientos populares, las operaciones de desestabilización y golpeteo político, y las diversas modalidades de delincuencia.
A fin de conjurar la instalación de discursos retrógrados, es preciso que las autoridades capitalinas y federales ubiquen y judicialicen a todos los provocadores y delincuentes infiltrados en ocasiones como las referidas, desenmascaren a quienes se encuentran detrás de ellos, y continúen garantizando de manera irrestricta el derecho a la manifestación pacífica de la disidencia.