amigous
urante décadas, la relación entre México y Estados Unidos fue un ejercicio de equilibrio precario. Desde finales de los años 30 hasta bien entrados los 80 del siglo XX, prevaleció una distancia cordial.
Esta dinámica estaba profundamente arraigada en la turbulenta historia decimonónica que definió las fronteras y las identidades de ambos países. El discurso del nacionalismo revolucionario, las resistencias culturales ante el extraño enemigo
y la latente nostalgia por el territorio perdido, actuaron como pilares de una autonomía forzada que, en retrospectiva, mantuvo a raya una integración más profunda.
La firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) en los años 90 marcó un giro copernicano. De repente, el vecino del norte dejó de ser percibido únicamente como el extraño enemigo
para transformarse en un socio comercial que prometía empleo mejor remunerado y una integración invaluable en sus cadenas de valor. Y así fue. La promesa se materializó, reconfigurando la economía mexicana y, a su vez, haciendo a Estados Unidos más competitivo a nivel global. El rescate financiero de 1995, motivado por la inversión de fondos de pensiones estadunidenses en bonos del gobierno mexicano, no sólo evidenció la interdependencia, sino que selló una alianza que parecía romper con el pasado. La distancia se hizo pedazos; ambos países emergieron ganadores de una simbiosis económica sin precedentes.
Sin embargo, a la vuelta del primer cuarto del siglo XXI, el panorama es radicalmente distinto. La globalización ya no es la panacea, y la integración comercial es vista, por amplios sectores, con escepticismo. Ha surgido una poderosa creencia política que culpa a esta simbiosis comercial por la pérdida de capacidad industrial en Estados Unidos, el fenómeno de la migración desordenada, y lo que es más preocupante para la sique mexicana, un resurgimiento de los miedos culturales arraigados en el siglo XIX. Desde la perspectiva de la derecha estadunidense, impulsada por millones de adherentes al proyecto MAGA, la integración cultural es indeseable. Desde nuestro lado de la frontera, estos temores adquieren tintes irónicos con la gentrificación en las zonas de mayor plusvalía de la Ciudad de México, percibida como una nueva forma de avasallamiento.
La frustración social en México es palpable. El acoso a nuestros compatriotas en Estados Unidos, sumado a la percepción de un avasallamiento nacional en los últimos meses, ha generado una catarsis colectiva que se manifiesta en una creciente pulsión antiextranjera y antiestadunidense. Más que una estrategia práctica, es un mecanismo de desahogo ante la impotencia. Los operativos de ICE no son sólo noticias; son rencarnaciones de agravios históricos que reviven en la memoria de una generación entera de mexicanos.
Lo que debemos comprender con urgencia es que la relación con Estados Unidos, tal como la entendimos durante una generación, ha llegado a su fin. Ya no somos amigous
en el sentido de una narrativa regional compartida de cara al resto del mundo. Para Estados Unidos, México es estratégico por su geografía, la migración, la seguridad y la competitividad económica frente a China. Pero es crucial entender que esta estrategia se definirá en sus propios términos.
A México le toca jugar con una mano débil. Nuestra economía depende críticamente de la estadunidense, y las remesas se han convertido en un pilar similar al que representó el petróleo en los años 70. El acoso a nuestros paisanos no es una anécdota; es una cicatriz imborrable para una generación de mexicanos que ve revividos todos los agravios históricos con cada operación de la Patrulla Fronteriza.
Entender esta realidad no es sencillo. Es un testimonio de la madurez política de nuestro gobierno, la templanza para no caer en la facilidad de enredarse en la bandera
con discursos vacíos. Sin embargo, lo que es aún más complejo de procesar –pero absolutamente necesario para salir lo mejor librados como nación soberana– es que estamos presenciando el nacimiento de un nuevo orden global. Y en ese nuevo orden, se forjará una nueva relación con el vecino distante, el ex amigo y a un socio comercial.
A Estados Unidos le conviene un México fuerte, competitivo, seguro y próspero. Aunque a veces la retórica política y las estigmatizaciones populistas les impidan recordarlo, la estabilidad y el crecimiento de México son intrínsecos a su propia seguridad e intereses económicos. El desafío para México radica en reconocer esta nueva dinámica, adaptarse a sus reglas implícitas y, desde una posición de realismo pragmático, buscar maximizar sus propios intereses en un tablero geopolítico que se ha reconfigurado por completo. La nostalgia no es una estrategia; la claridad y la adaptabilidad sí lo son.