a muerte de Mario Vargas Llosa me trajo a la mente las figuras inolvidables de Gabriel García Márquez, Julio Cortázar y Carlos Fuentes. Puedo creer que lo mismo sucedió a muchos otros lectores de quienes formaron el llamado boom literario latinoamericano, fenómeno con el cual se designó al éxito de mercado de estos novelistas. Que el denominado boom
haya sido ideado y programado en una reunión de la OEA (Organización de los Estados Americanos) o haya surgido de forma espontánea
gracias a las innumerables ventas de sus obras, manifestaciones ambas de orden comercial, no disminuye en nada la magnificencia de la creación de estos autores.
Cuatro escritores con universos que se bastan a sí mismos y, por tanto, diferentes uno de otro. Aureliano Buendía y Remedios La Bella, la Maga y Oliveira, Ixca Cienfuegos y Artemio Cruz, la tía Julia y Pantaleón, personajes concebidos por la desbordante imaginación de cada uno.
Siluetas únicas con sus gestos personales, caminan las calles de París, sus rostros sonrientes, la vista puesta a lo lejos, en ese fondo infinito del tiempo incesante donde hicieron vivir a sus personajes y donde ellos deben vivir ahora.
La alta silueta de Julio Cortázar se desplaza por las calles de París con el diario en las manos de sus brazos extendidos, para sostenerlo frente a sus ojos, mientras lo lee sin poner atención al camino que, quizá, conoce de memoria, para llegar al departamento de Ugné Karvelis, su compañera en ese entonces. Julio es muy alto, al parecer sigue creciendo, lo que le causa fuertes dolores de cabeza, una enfermedad extraña: seguir creciendo como un niño, aunque lentamente ahora a causa, tal vez, de la edad. Y sí: Julio no ha perdido un aspecto, un cierto dejo, algo infantil. Juega, acaso, como un niño cuando escribe dando brincos en la Rayuela que es su vida para acceder al cielo.
Gabo, como se atreven a llamarlo incluso quienes no lo conocen, pero que él acepta sin condescendencia, sentado con los brazos extendidos sobre los respaldos de un sofá, contagia a sus oyentes la risa clara que brota de su garganta. Viste una guayabera con el cuello abierto y un pantalón holgado. García Márquez da la impresión, esté donde esté, de hallarse en su casa y de haber encontrado su lugar en el mundo, un sitio destinado para él desde el principio de los tiempos. Inmóvil, a su alrededor gira el universo, personas y cosas llegan a él atraídas por el magnetismo de una bondad que es la más alta forma de la inteligencia. Amigable y querendón, la vida le devuelve su inagotable sonrisa.
Carlos Fuentes, de pie en lo alto de la escalinata, recibe a los visitantes anunciados por el ujier. Trajeado con un frac que lleva con holgura, esboza una sonrisa que remplaza la carcajada. A Fuentes le va el puesto de embajador como le va el frac. A la vuelta de una esquina, en el umbral de una iglesia, en la embajada en Francia, Carlos sabe acoger como si cada persona fuera su única invitada. Con el mismo calor con que saluda, marca distancias y aleja, en un acto doble de abrazo y despedida. En París o en su casa de San Jerónimo, Fuentes se mueve como un actor en el escenario de un teatro donde interpreta su propia obra: su vida.
Aunque en ocasiones se deja el cuello de su camisa abierto, Mario Vargas Llosa viste traje y corbata. Con este serio atuendo, propone a Joachim Vital, editor de su libro sobre Botero, que lo acompañe al baile de los bomberos un 13 de julio, vísperas de la toma de la Bastilla. Hay que abrirse paso a empujones en la caserna de bomberos de la calle de Colombiers. Vargas Llosa parece nacido para colarse entre el gentío. Una sonrisa, mezcla de satisfacción y travesura, se dibuja en sus labios. Impecable, continúa su avance entre danzantes y mirones. Algunas personas lo miran de reojo: traje y corbata son inusuales en este baile. Mario rejuvenece, liberado de su silueta tiesa y almidonada, y surge su esencia profunda: el sentido del humor.