a encuesta levantada por Enkoll en la que 63 por ciento de los mexiquenses aprueban que los corridos tumbados con letra violenta se regulen en espacios públicos ha traído una exhibición impúdica de los argumentos de la derecha. Nos repiten: el narco no se acaba con prohibir las canciones –cosa que nadie ha propuesto, y la Presidenta Sheinbaum se refirió a esa idea como absurda
– y que la música es un reflejo de la situación de violencia en el país
. Ni los manuales de que la estructura determina a la superestructura
eran tan simplones. Ante esta pobreza intelectual habría que aclarar algunos detalles: se trata de las letras que enaltecen al perpetrador de la violencia que alardea de vivir la buena vida que consiste en bienes materiales; dentro de estas posesiones están las mujeres; y se invisibiliza a las víctimas de los tráficos ilegales: desaparecidos, reclutados a la fuerza, asesinados, familiares desesperados. Nadie está hablando de las letras de amor y despecho, que también usan al género musical tumbado
como vehículo de expresión. De hecho, se está promoviendo un concurso nacional para incentivar esos y otros temas posibles.
A todo el conjunto los comentadores de la derecha le llaman narcocultura
pero no surgió de las costumbres, creencias, leyes, moral, de una comunidad determinada, sino que dependió del pago de los capos para que los inmortalizaran
en canciones –el último episodio de este financiamiento sucedió hace unas semanas, cuando el grupo Los Alegres del Barranco proyectó una imagen de El Mencho en dos de sus conciertos– pero no sólo eso. Hay toda una industria de novelas, películas, y series de televisión que enaltecen al capo, que retratan a México como un país de narcos, que singularizan a estados completos como Sinaloa, Jalisco, Chihuahua o Baja California como dedicados a la ilegalidad bajo las órdenes de estos héroes ilegales que cobran venganza, someten, y derrotan a sus contrincantes. En realidad eso que llaman narcocultura
es una creación de cómo los señores blancos de las ciudades ven al resto del país y de cómo los cautivan los relatos del buen salvaje
, del ilegal y del uso de las mujeres como objetos y posesiones. Lo de la música tumbada
es un gusto popular, como en su momento fue Juan Gabriel, que acabó colonizando a la élite en Bellas Artes. El problema está en algunas de sus letras que no es que expongan o describan, como podrían hacer Coppola, Scorsese o David Chase, sobre las motivaciones y hasta la sique –el llamado familiarismo amoral
– de estos personajes, sino que los endiosan.
No hay claroscuros de la agresión, sólo promoción de ciertos nombres, supuestos héroes. En las letras en primera persona se enumeran coches, mujeres, casas, como si fueran trofeos de la fuerza que se ostenta; el temor de los otros al poder que se detenta, el sometimiento de los demás a los caprichos de un soberano, que lo es por la supremacía de las armas y el dinero. Se alienta, sin exponer negatividad alguna, lograr ese triste éxito a costa de las vidas ajenas. A eso se le llama cultura popular
, crónica del presente
, pero no lo es. Es una creación mediática de editoriales, plataformas de imágenes y sonido, y de los propios capos. No hay ahí visión de los explotados por el narco ni crítica alguna a su dominación y poder, a su estela de muertes, al vacío del tener es ser
. Todo es una exhortación a emular a un capo como hace el reality show al poner como ejemplo de buena vida a un gerente corporativo que despide trabajadores o a una influencer famosa que se maquilla. La cultura popular es la obrera y campesina que relata sus batallas para revertir la dominación, reclamar su dignidad política y mejorar sus condiciones de existencia y reconocimiento social.
La derecha confunde popular
con mediático y logra emplastar un sujeto que no tiene clase social sino pura existencia
, que es como es, inamovible y que si canta enalteciendo la violencia, pues es culpa del Estado. Ahí es donde se hermana la defensa “de la narcocultura” con la idea de que hay resistencia ahí donde sólo se escuchan loas al Mencho o, peor, ese lugar de abajo donde todo está sedimentado en una tradición: así son los pobres de violentos, misóginos y aspiracionistas
. El poder
al que se opone la derecha sólo es el del Estado. No reconoce que hay un poder de las armas, la intimidación, el dinero y la violencia en lo alto de la pirámide del narco –que no son necesariamente los traficantes– legitimado y enarbolado como deseable por productos mediáticos. ¿Quién y qué se describe del otro, si el descrito no cuenta con tantos medios de difusión?
La música y, en general, la cultura no son un reflejo
. Es un sistema simbólico y también de control social que, como escribió Clifford Geertz hace tres décadas, orienta las elecciones individuales, proveyéndolos de puntos de referencia sobre el comportamiento que necesitan
. Es educación sentimental. No es que existan unas condiciones y la cultura refleja ese estado de cosas. Con frecuencia funciona al revés: fueron las herramientas las que desarrollaron el tipo de cerebro que conocemos como humano. Son las emociones estéticas las que nos impulsan a definir nuestra propia existencia, a buscar algo que no existe, sino que es imaginado. Por eso somos productores de símbolos y sentidos. Por eso no tenemos raíces sino pies, y podemos dar lugar a una enorme diversidad cultural bajo las mismas condiciones que la derecha cree que son inamovibles. A los padres los inventamos los hijos: no todo pasado se convierte en tradición; hay que seleccionarlo, tiene que servir de algo a la comunidad en el presente. Y, por supuesto, se puede cambiar.
En la construcción de la paz y no de la guerra no hace falta exaltar a los vencedores, sean narcos tendiendo una emboscada o policías de García Luna rapeleando desde un helicóptero. Es necesario que el resto haga saber su opinión y su fuerza política. De ahí que mi lectura de los datos de la encuesta en el estado de México sea opuesta a la de los comentaristas de la derecha. Donde ellos ven una sociedad dispuesta a censurar, yo veo un diagnóstico más complejo: la voluntad de mirar a los capos también como parte del sistema de dominación e inclinarse porque sus homenajes narcisos no se hagan en espacios públicos.