Opinión
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Pintar desde la herida
E

l artista Gustavo Monroy afirma que su obra no es fruto del azar: nace de una urgencia moral. Pertenece a una tradición de pintura mexicana que conoce, admira y respeta. Para él, la pintura es una vocación de resistencia que trasciende gobiernos, modas y sexenios. Su estudio, con pinceles, lienzos y libros, no es un santuario de la belleza, sino un espacio de trabajo donde el arte funciona como medicina: una forma de atender el alma lastimada por la violencia.

En su proceso creativo, Monroy retoma con respeto la tradición clásica. Retoma la pintura religiosa, los íconos medievales, la herencia del Renacimiento. No lo hace por nostalgia, sino para tender un puente entre el pasado y el presente: utiliza un lenguaje capaz de nombrar el dolor contemporáneo con la fuerza simbólica de lo ancestral.

El punto de inflexión en su obra es la masacre de Acteal, ocurrida en 1997. Ese horror absoluto lo confronta con la brutalidad y la realidad sin atenuantes y fija una posición ética irrevocable: no es posible permanecer al margen. Desde ahí, su pintura carga con una cicatriz colectiva, con un dolor que no debe olvidarse.

Monroy utiliza su propio cuerpo como signo. Su rostro y su figura –a menudo desnudos, barbados, melancólicos– se convierten en autorretratos que representan al otro: al desplazado, al desaparecido, al silenciado. Así, su obra no es testimonio distante, sino proximidad y empatía. Reivindica una pintura comprometida, que incomoda, que hiere, que obliga a mirar de frente las fosas, las migraciones, las desapariciones, las muertes silenciosas de un país convertido en bitácora de su propio dolor.

Monroy no pinta para consolar. Pinta para recordar –tal vez para sanar un poco–, para sostener una memoria colectiva amenazada por la indiferencia. Su arte se vuelve un acto de resistencia: un grito contenido, una herida abierta sobre el lienzo, un intento por nombrar aquello que muchos prefieren olvidar.

El documental El arte como bitácora de la violencia, dirigido por Darwin García, recorre la historia de Gustavo Monroy desde su infancia en Sonora, marcada por relatos fronterizos y tensiones sociales que forjaron una conciencia crítica y la decisión de mirar sin callar. Con una duración de 28 minutos, el filme no busca consolar ni embellecer: expone heridas, activa la memoria y avanza como un registro sobrio de la violencia, un mapa en penumbra donde la pintura se vuelve testimonio. Una confesión sin alarde, un mapa oscuro dibujado con óleo y sombra.

El relato visual recorre las etapas de su obra como quien hojea un diario doloroso. Cada cuadro abre una puerta a la violencia social: de la masacre de Acteal al ataque a las Torres Gemelas, acontecimientos distantes y universales, unidos por una misma herida: la de la condición humana.

El resultado es una bitácora visual de violencia, sufrimiento y resistencia. En sus lienzos late una pregunta amarga, ¿cómo seguir viviendo cuando el cuerpo colectivo ha sido herido? La respuesta, tenue y firme a la vez, es el acto de pintar como exorcismo, como testimonio, como plegaria. Los cuadros de Monroy no sólo cuentan una historia, comparten una cicatriz.

En uno de los pasillos del Colegio de San Ildefonso, donde aún resuena el eco de los viejos muralistas, Gustavo Monroy presenta un lienzo que parece hablar desde un lugar suspendido entre el tiempo y la memoria. Su mural Tzompantli no es sólo una pintura de gran formato, es una respiración contenida, un corredor donde pasado y presente se observan sin reconocerse.

La obra se extiende a lo largo de más de 11 metros, como si intentara abarcar aquello que no alcanza el lenguaje: la violencia, la sombra que dejan los cuerpos ausentes, las voces que se disuelven en el aire. Monroy recupera el antiguo muro de cráneos mexica, pero lejos de un gesto arqueológico ofrece una lectura íntima y dolorosa. Los cráneos, pintados con la paciencia de quien sabe que cada trazo es un nombre perdido, conviven con símbolos del mundo contemporáneo: armas modernas, cielos que parecen arder sin prisa.

El mural no exige nada, sólo invita a mirar, a detenerse, a aceptar que el país es una constelación de heridas y que quizá la única forma de comprender es asomarse a ellas. Tzompantli demuestra que el arte público todavía intenta salvar algo de nosotros, aunque sea un fragmento mínimo: una chispa que resista al olvido.

Y al final, lo que se impone no es sólo la violencia retratada, sino la certeza de que el arte puede ser un ritual de resistencia, un deber ético y estético que nos llama a seguir recordando.