n el contexto de la inauguración de las exposiciones de arte precolombino “La mitad del mundo. La mujer en el México indígena”, el ministro de Asuntos Exteriores del gobierno español, el socialista José Manuel Albares, afirmó que “la historia compartida entre México y España, como toda historia humana, tiene claroscuros. Ha habido dolor e injusticia hacia los pueblos originarios. Hubo injusticia, justo es reconocerlo y lamentarlo. Ésa es parte de nuestra historia compartida, no podemos negarla ni olvidarla”. Esta declaración marca un parteaguas en la relación de España con América Latina, en tanto se trata de la primera vez que un integrante del gobierno español admite alguna forma de conducta inapropiada por parte de los conquistadores y colonizadores que destruyeron los mundos mesoamericano y andino, y pusieron en marcha un atroz genocidio en el que desaparecieron para siempre a grupos étnicos enteros e hicieron su mayor esfuerzo para aniquilar las culturas de los pueblos sobrevivientes.
Pese a que se trató de un reconocimiento tibio e insuficiente frente a la magnitud de la barbarie perpetrada por el imperio español contra los pueblos indígenas, las palabras de Albares suscitaron una reacción tan predecible como rabiosa entre las derechas a ambos lados del Atlántico. Entre quienes niegan que se haya cometido algún tipo de violencia y quienes la defienden en nombre de la “superior” cultura hispánica que “liberó” a los indígenas del estado “salvaje” en que vivían, los sectores más rancios de las sociedades y las clases políticas españolas y latinoamericanas han salido a pedir la cabeza de Albares por decir la más simple de las verdades.
Un tópico común a los hispanófilos de acá y de allá es destacar el lenguaje, la religión y la cultura comunes como un “don” de España a los pueblos de América y como una muestra del efecto “civilizatorio” de la Conquista y la Colonia. Para estos individuos, el español tiene un valor intrínsecamente superior al náhuatl, al maya, mixteco, otomí, purépecha, amuzgo, yaqui y a cualquier otra de las 68 lenguas originarias habladas en el territorio mexicano, así como a los centenares de idiomas extintos por la violencia de los colonizadores y de los gobernantes mexicanos que heredaron de aquellos la visión desdeñosa del mundo indígena y los dispositivos ideológicos con los que se justificó y se sigue justificando su expolio. Asimismo, la evangelización forzosa y la destrucción de decenas de miles de textos indígenas aparecen en la perspectiva de las derechas como grandes triunfos de la civilización, la europea, única merecedora de tal nombre. Hoy sabemos que el intento de borrar otras culturas se llama genocidio cultural y no hay justificación posible para una forma de violencia que despoja a los seres humanos de su identidad.
De lo que no se dan cuenta las derechas es de que, con su defensa intransigente de la “hispanidad” y su negacionismo del genocidio, lo único que logran es poner a España a la cola de la civilización como el Estado incapaz de emprender un proceso elemental de reparación de agravios y construcción de memoria histórica sobre unas bases distintas de la propaganda imperial. Asimismo, la exhiben como una nación atrapada en el trauma de la pérdida del imperio y atravesada por el doloroso contraste entre un pasado de gloria –en buena medida, imaginaria– y un presente con un puesto discreto entre las potencias. No será reivindicando, sino superando el paternalismo y la mirada neocolonial que España podrá reconciliarse con América Latina y, quizá más importante para los hispanófilos, consigo misma.
Cuando se antepone el humanismo a cualquier nacionalismo, es claro que en una “historia compartida” (el eufemismo tantas veces usado para referirse al proceso de conquista y saqueo colonial) se cometen injusticias y, si se quiere realmente compartir una historia, éstas no pueden negarse, sino reconocerse y elaborarse con sinceridad y en igualdad de condiciones. La exigencia de disculpas no es rencor, sino un requisito para la sanación histórica, de la misma manera en que la unidad sin admisión de las culpas es un abyecto sometimiento que el pueblo mexicano rechaza sin ambages, mal que les duela a los nostálgicos del Virreinato.
      
	
       
     










     
	         
	       