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El Segundo Piso y la misión pendiente
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urante el gobierno de Andrés Manuel López Obrador se llevó a cabo una auténtica transformación. El sistema político mexicano fue profundamente modificado y, bajo el lema “Por el bien de México, primero los pobres”, se elevaron los salarios mínimos, se fortalecieron los derechos laborales y se emprendió un verdadero intento de justicia social. Por primera vez en décadas, el Estado volvió a mirar hacia abajo y no hacia los mercados. En lo político, los avances fueron decisivos: se desmanteló el régimen oligárquico heredado del neoliberalismo y se reconstruyó la legitimidad democrática. Ese proceso culminó con el triunfo contundente de Morena y sus aliados en 2024, que dio origen a la administración actual.

Esa victoria marcó un punto de inflexión histórico. La Cuarta Transformación había restablecido la autoridad del Estado, la dignidad del trabajo y la esperanza social. El país demostró que se podía gobernar con austeridad, honestidad y sentido popular. Pero el poder político, por sí solo, no transforma una economía dependiente. La etapa actual exige algo más difícil y profundo: convertir la legitimidad en desarrollo, la justicia social en soberanía productiva.

El desafío central no es atraer inversión extranjera, sino revertir más de cuatro décadas de estancamiento y dependencia. México necesita un sistema financiero nacional soberano, capaz de canalizar el ahorro interno hacia el sector productivo, hacia la industria, la innovación y las pequeñas y medianas empresas. Una banca mexicanizada debe recuperar su función pública y convertirse en motor del desarrollo, no en intermediaria del capital global. Sin control del crédito no hay política económica, y sin política económica, no hay soberanía.

El país cuenta con grandes conglomerados de capital mexicano que, bajo una estrategia de Estado, podrían transformarse en campeones nacionales, pero sólo si actúan bajo una conducción firme del poder público. No se trata de entregarles el timón del desarrollo, sino de subordinar el capital al interés nacional. Estas empresas deben funcionar como verdaderas tractoras de una amplia red de pequeñas y medianas industrias, impulsando el contenido nacional, la producción interna y la autonomía tecnológica. El Estado debe dirigir, regular y vigilar con autoridad para impedir que los intereses privados capturen las decisiones públicas o distorsionen las políticas nacionales. El capital puede ser un aliado del progreso, pero nunca su dueño. Por eso se necesita un gobierno fuerte, con legitimidad política y capacidad técnica, capaz de disciplinar al poder económico y ponerlo al servicio del bien común. Sólo así la alianza entre Estado y empresa será instrumento de soberanía, y no una puerta de regreso al viejo tutelaje del dinero sobre la nación.

La prioridad no es administrar el estancamiento, sino reconstruir el aparato productivo nacional. México requiere una política industrial sostenida que articule ciencia, energía y manufactura, y un Estado eficiente y planificador, capaz de coordinar la inversión pública y privada en función de un propósito nacional. Sin dirección estatal, el desarrollo se dispersa; sin un Estado que mande, la economía se fragmenta y la soberanía se desvanece.

La crisis educativa y científica es parte del mismo problema estructural. México tiene nueve años promedio de escolaridad, y las pruebas internacionales exhiben niveles alarmantes de analfabetismo funcional y baja productividad laboral. No es un asunto cultural, sino productivo: el país no forma los técnicos, ingenieros ni científicos que necesita para sostener su propio desarrollo. En la educación superior, mafias burocráticas y académicas perpetúan un modelo de simulación y dependencia. Sin una revolución educativa y tecnológica orientada a la producción, la innovación y el trabajo, México seguirá ensamblando sin aprender y consumiendo sin crear.

El afán de quedar bien con todos los sectores –empresariales, financieros, académicos y mediáticos– ha abierto grietas que los intereses extranjeros aprovechan. En nombre del consenso y del pragmatismo, se empieza a ceder el control de los espacios estratégicos recuperados, y el proyecto corre el riesgo de diluirse en gestión sin rumbo, en discurso sin conflicto, en cambio sin poder.

Las transformaciones verdaderas no se sostienen en la conciliación. Implican ruptura, confrontación y dirección. Romper con la dependencia, con la mediocridad burocrática y con las élites que parasitan al Estado no es un gesto radical, sino una necesidad histórica. Toda emancipación –de la Independencia a la expropiación petrolera– fue también una batalla contra el miedo y la complacencia.

El tiempo apremia. No podemos seguir indefinidamente sin decisiones concretas: el sexenio avanza, los problemas se agravan y las oportunidades se agotan. Cada mes sin rumbo consolida las inercias y erosiona el sentido histórico de la transformación. El reto no es conservar el poder, sino usar el poder para transformar.

Ojalá este gobierno, que nació de una victoria popular excepcional, tenga la claridad y la firmeza necesarias para hacerlo. Porque sólo así la Cuarta Transformación dejará de ser una promesa y se convertirá en un proyecto civilizatorio de creación, productividad y soberanía nacional.