éxico está en un momento de contrastes y oportunidades. Las últimas semanas han traído dos noticias significativas, una de índole económica y otra de desarrollo social, que invitan a un análisis profundo más allá del discurso político. Representan logros importantes, pero también plantean preguntas sobre su sostenibilidad y la estrategia a seguir para consolidar un crecimiento equitativo y robusto.
En el frente económico, en medio de la incertidumbre global y las tensiones geopolíticas, México ha demostrado una notable capacidad de atracción de capital. Durante el segundo trimestre del año, el país captó 34 mil millones de dólares en inversión extranjera directa, lo que representa 10 por ciento más respecto al año anterior. Esta cifra no es menor: indica que, pese a los desafíos internos, las ventajas competitivas de México, como su ubicación geográfica y su integración en las cadenas de valor con Estados Unidos, siguen siendo determinantes para los inversionistas. El nearshoring y la estrategia de Washington de frenar el crecimiento económico de China han posicionado a México como destino atractivo para la relocalización de empresas. Sin embargo, sería ingenuo pensar que este flujo de inversión es inmune a riesgos. La seguridad pública sigue siendo una preocupación latente, y la reciente modificación del marco judicial añade una capa de incertidumbre. La renegociación del T-MEC, una vez más en el horizonte debido a las dinámicas políticas en Estados Unidos, es otro elemento que podría generar volatilidad.
El desafío es claro: capitalizar una “versión post Trump del nearshoring” y convertir la coyuntura en ventaja estructural. Esto requiere no sólo mantener una política económica estable, también invertir en infraestructura y seguridad en las regiones claves para logística y transporte. La capacidad del gobierno para pacificar estas zonas será factor decisivo para que los próximos años sean incluso mejores en inversión.
En el ámbito social se ha logrado un hito relevante, que debe ser reconocido: la reducción de la pobreza. Según cifras oficiales, la cifra de personas en pobreza bajó de 51.9 millones a 38.5 millones entre 2018 y 2024. Esto se asienta en dos pilares fundamentales: el alza sostenida del salario mínimo y la expansión de las transferencias económicas a través de programas sociales; han sido centrales en la narrativa política de la Cuarta Transformación y han demostrado ser efectivas para elevar el ingreso de los hogares más vulnerables.
Sin embargo, aquí surge la pregunta más compleja y de mayor trascendencia: ¿cómo se da sostenibilidad a este avance? Mantener el gasto público como motor principal de la lucha contra la pobreza podría chocar con la necesidad de invertir en otros rubros estratégicos para el crecimiento y la creación de empleo, como la infraestructura. La capacidad presupuestal del Estado tiene un límite, y depender sólo de ella podría generar un desequilibrio fiscal a mediano plazo.
La sostenibilidad de la reducción de la pobreza no puede recaer únicamente en la política salarial y el gasto social. Es imperativo que la iniciativa privada y el emprendimiento se sumen como motores de crecimiento. La verdadera transición de la pobreza a la clase media se construye sobre una base de empleo formal, acceso al crédito, educación de calidad y servicios de salud eficientes. El desafío es crear condiciones para que la economía genere las oportunidades necesarias para que las personas puedan ascender por sí mismas.
Ambas noticias –inversión extranjera y reducción de la pobreza– son motivos de celebración. No cabe la mezquindad en reconocer estos logros. La pregunta fundamental que se debe responder es cómo construir un futuro donde los motores del crecimiento y el desarrollo social no dependan sólo del gasto público, sino de una sinergia virtuosa entre Estado, sector privado y sociedad.