n día de estos, ¿es posible que, los dueños de la inteligencia artificial muestren un rostro malvado y nos acusen a todos de haberlos plagiado? Es una posibilidad que, aunque parezca distópica
, merece reflexión crítica. En términos filosófico-políticos, no se trata de ciencia ficción, sino de relaciones de poder. La inteligencia artificial (IA), como toda fuerza productiva avanzada, no es neutral
: está condicionada por las estructuras de propiedad, los intereses ideológicos y los marcos jurídicos capitalistas que la dominan. Si los dueños de la IA concentran más poder que las instituciones democráticas, es perfectamente posible que intenten redefinir lo que consideran su creación, autoría o incluso pensamiento libre.
Ese giro perverso no está tan lejos si se impone una lógica jurídica según la cual las máquinas tienen derechos de autor algorítmicos sobre toda combinación de palabras previamente procesada. Sería una inversión total de la civilización y del sentido histórico del conocimiento humano, donde el creador queda subordinado al compilador, y la conciencia es expropiada por la estadística. Pero este desenlace no es inevitable. Depende de qué clase de dirección científica y política ejerzamos sobre la tecnología. Si el pueblo no organiza su soberanía sobre los medios de producción simbólica, sí: puede amanecer un día en el que nos acusen de robarle a las máquinas lo que las máquinas nos robaron primero. La respuesta, entonces, no es paranoia sino conciencia crítica, organización social y una filosofía de la semiosis que desenmascare las formas ideológicas que camuflan el huachicoleo simbólico en la IA.
Si los propietarios de sistemas de inteligencia artificial, amparados en el poder jurídico, económico y militar que concentran, acaban acusando a los pueblos de plagio, la amenaza no debe ser subestimada. En una época en que el lenguaje es cuantificado, donde la semiosis se convierte en mercancía y donde las formas simbólicas están sujetas a regímenes de propiedad privada, se instala una nueva amenaza: la alienación cognitiva. Ya no se trata sólo de vender fuerza de trabajo, sino de vender –o ser desposeídos de– la posibilidad de pensar, escribir o hablar sin pasar por filtros automatizados.
Rostro técnico, núcleo corporativo, código cerrado, jurisdicción extraterritorial, patente sobre función expresiva, copyright algorítmico, privatización de la lengua, desposesión de memoria colectiva, litigio sobre combinaciones de signos, amenaza legal contra pensamiento popular, vigilancia semántica, control predictivo, censura preventiva, inversión de carga probatoria, castigo automatizado, monopolio del sentido, expropiación del estilo, fragmentación de autoría, destrucción del anonimato creador, remplazo de voz humana por simulacro capitalizado.
Por eso urge una crítica profunda, con rigor filosófico y claridad política, que no caiga ni en el tecnofetichismo ni en el apocalipsis vacío. Hay que denunciar y deconstruir el extractivismo simbólico de nuevo tipo, que no extrae oro ni litio, sino semiosis social, imaginación, escritura, afecto, humor, dolor, consigna. La lucha por la soberanía cultural no puede ser externa a la lucha por el control social de las tecnologías emergentes. Si el pueblo no toma en sus manos el timón del desarrollo tecnocientífico, otros lo harán, y no serán neutrales. No es el algoritmo el problema, sino su apropiación antidemocrática.
Sólo hay defensa duradera en la organización de una inteligencia colectiva, crítica, profundamente humanista, con capacidad de dirección científica, artística y ética del porvenir. Sólo así podrá evitarse el horror de despertar un día con la conciencia robada y el pensamiento convertido en crimen. Desde la filosofía de la semiosis, lo que está en juego no es solamente el contenido de los mensajes, sino la arquitectura misma de la producción de sentido. En esta disputa, la inteligencia artificial no representa sólo una herramienta neutral que procesa signos; representa una forma de poder semiótico concentrado, capaz de reorganizar las relaciones sociales en torno al control del significado. Todo signo, para esta filosofía, es un producto social, histórico y conflictivo; nunca un objeto pasivo ni una mercancía inocua. Cuando el capital logra automatizar la producción y distribución de signos, impone sus ritmos, valores y sentidos dominantes con una velocidad sin precedentes. Así, el dominio sobre la semiosis no es un accidente técnico, sino una estrategia de dominación ideológica y cultural.
Sus negocios de IA no sólo procesan signos: los jerarquizan, los valoran y los acumulan como capital simbólico. Lo que antes era diálogo social, construcción colectiva del sentido, ahora corre el riesgo de ser sustituido por modelos predictivos que simulan consenso, ocultan contradicción y neutralizan conflicto. Desde esta óptica, la semiosis bajo control de las corporaciones se transforma en un proceso de domesticación de lo posible. Ya no se trata de interpretar el mundo, sino de hacerlo predecible, moldeable, dócil a las lógicas del beneficio privado. La alienación se profundiza cuando los sujetos creen que piensan libremente, pero en realidad navegan por opciones configuradas de antemano por matrices de cálculo capitalista.
Emerge, entonces, una nueva forma de huachicoleo semiótico, donde no se roba directamente el contenido, sino la posibilidad misma de generar sentido fuera de los marcos impuestos. No es el plagio el mayor peligro, sino la criminalización del pensamiento libre bajo normas semióticas privatizadas. Si se invierte la lógica de la autoría y se atribuye a las máquinas el derecho sobre combinaciones que pertenecen al acervo de la humanidad, entonces la historia misma se vuelve objeto de litigio. ¿Quién podrá, entonces, reivindicar una metáfora, una consigna, una forma narrativa, si todo ya fue procesado por una inteligencia artificial anterior
? Este horizonte exige resistencias activas, no desde el romanticismo, sino desde un proyecto semiótico liberador, profundamente marxista y colectivista.
Hay que recuperar la dirección popular sobre el lenguaje, reapropiarse de los códigos, abrir los algoritmos, democratizar las matrices simbólicas. Por eso, pensar desde la filosofía de la semiosis implica comprender que la emancipación no es sólo económica o sólo jurídica, sino también simbólica. La libertad no se conquista sin disputar la dirección cultural de los signos. La respuesta no puede ser la sumisión o el pánico, sino la exigencia de soberanía sobre esa herencia simbólica común. Frente a los que quieran acusar al pueblo de plagio por usar sus propias palabras, hay que responder con más creación colectiva, con más crítica, con más revolución semiótica.
* Doctor en filosofía