Editorial
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EU: autoritarismo y resistencia
E

n su segundo cuatrienio al frente de la Casa Blanca, Donald Trump ha dado rienda suelta a sus instintos autoritarios, al uso del aparato gubernamental para el enriquecimiento personal y familiar y al que probablemente sea el mayor desmantelamiento institucional en la historia estadunidense. De cierto modo, podría decirse que el magnate ha importado a la política doméstica los métodos que casi todos los mandatarios de la superpotencia han usado para imponer los intereses de Washington al resto del mundo, desde la violencia contra grupos que identifica como enemigos o la remoción de toda persona u organismo que no le rinda pleitesía o desafíe su visión del mundo, hasta el manejo del presupuesto como un arma para la extorsión.

Con un descaro pocas veces visto en las autodenominadas democracias liberales, Trump ha forzado a los medios de comunicación a despedir a figuras críticas y ha impuesto a las universidades supuestamente orgullosas de su independencia y prestigio lo que pueden o no enseñar, así como qué estudiantes pueden ser admitidos y qué es válido decir dentro de sus recintos. Tanto centros de enseñanza como grandes corporaciones mediáticas han accedido a pagar sobornos multimillonarios a cambio de que el presidente les permita operar y lucrar. En su imposición de un discurso único, el trumpismo llega a extremos inquietantes de infantilismo. Ya no sólo enaltece a esclavistas y demuele los derechos reproductivos de las mujeres o el reconocimiento de la comunidad de la diversidad sexual, todo lo cual se encuentra en sintonía con el programa conservador; además, pretende desaparecer la realidad prohibiendo que sea enunciada. Si las agencias encargadas del monitoreo atmosférico aportan datos que demuestran el cambio climático de matriz antropogénica, Trump les retira el financiamiento hasta volverlas inviables; si la Oficina de Estadísticas Laborales confirma que el empleo se encoge cuando el Ejecutivo emprende una guerra comercial contra el planeta entero y una cacería humana contra los migrantes que sostienen sectores como la agricultura, la industria restaurantera o la construcción, Trump despide a su titular.

Sin embargo, la ultraderecha estadunidense no ha logrado que toda la sociedad se resigne ante el catastrófico retroceso en los derechos humanos. Trump y la oligarquía que representa pueden haber segado los espacios para la libertad de expresión, convertido los medios y las redes sociales en aparatos ideológicos que acallan el pensamiento crítico, reducido a la Suprema Corte a comparsa de la Oficina Oval y criminalizando la protesta hasta extremos que hermanan a Estados Unidos con los peores autoritarismos, pero no han arrancado la dignidad enraizada en las mejores tradiciones populares de resistencia y autonomía.

Ayer, miles de manifestantes se sumaron a las millones de personas que desde febrero alzan la voz contra una forma de gobierno que se vuelve indistinguible del fascismo. En 463 pueblos y ciudades de los 50 estados del país se efectuaron actos de todos los tamaños para denunciar las medidas antimigrantes, los recortes a los programas de asistencia social, las políticas antiambientales, las represiones de disidentes a la complicidad del gobierno con el régimen israelí en el genocidio en Gaza, los atropellos a la libertad de cátedra, entre otros rasgos ilegales y antidemocráticos de la administración republicana. La actual oleada de protestas resalta porque en ella participan no sólo los ámbitos tradicionales del progresismo, sino también individuos e instituciones que por décadas han formado parte de la clase dominante y que por primera vez se ven en la necesidad de acudir a las calles para oponerse a los abusos del poder.

Las perspectivas de Estados Unidos para restablecer una democracia medianamente funcional residen en la ampliación de la disidencia por el nivel de arbitrariedad y agresividad alcanzados por el trumpismo en esta nueva etapa, así como en la organización de los descontentos bajo un programa que rebase lo coyuntural. Por el bien de las grandes mayorías de estadunidenses y de todos los habitantes del planeta que padecen las políticas diseñadas en Washington, cabe desear que la sociedad de ese país encuentre una salida real, democrática, humana y justa a las contradicciones que la desgarran.