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¿Leninismo y gramscianismo de Trump?
1. D

ylan Riley, el sociólogo estadunidense, profesor de la Universidad de California, Berkeley, y autor de un excelente estudio sobre los fascismos de entreguerras −L os cimientos cívicos del fascismo en Europa: Italia, España y Rumania, 1870-1945 (2019)−, donde demostró que éstos habían surgido no en condiciones de anomia, sino de ebullición de la sociedad civil, durante la primera presidencia de Trump fue uno de los más elocuentes y convincentes críticos de la tesis fascista para analizar y entender al mandatario estadunidense (t.ly/71ybV), al haber propuesto, como alternativa, el marco de neobonapartismo y neopatrimonialismo que, según él, explicaban mejor su anatomía política (t.ly/n7G7g).

2. Hoy, a diferencia del bonapartismo caótico de Trump 1.0, el Trump 2.0, según Riley, se entiende mejor como una suerte de revolución invertida en la que la transformación derechista desde la Casa Blanca está informada −ante la apatía y abandono de esta tradición por la propia izquierda−, por la lectura selectiva (y sui generis) de las lecciones políticas de Lenin y Gramsci ( sic). El propósito es destruir el Estado, tomar el control de la sociedad civil einstaurar una dictadura transicional que conduzca a la hegemonía cultural y política de la extrema derecha con el objetivo de derrocar el orden constitucional existente (t.ly/rGeLo).

3. Riley expone que esta configuración difiere marcadamente de su primer manda-to, centrado sólo en el personalismo (de allí, el bonapartismo); mientras Trump 1.0 se entendía más como un choque entre el patrimonialismo y la autoridad jurídico-racional, Trump 2.0 parece “un conflicto entre un movimiento revolucionario [sic] que se ha apoderado del Estado y un a ncien régime (antiguo régimen) aún fuerte que se encuentra bajo severos ataques” (Ibid).

4. Si bien este modelo, en efecto logra explicar ciertas dinámicas particulares −como la obsesión del MAGA con el Estado administrativo o por qué la oposición fue empujada por este ímpetu a la defensa−, a diferencia del primero, en su descripción de un nebuloso grupo de revolucionarios que están implementando el manual bolchevique con todos los valores invertidos, presenta más deficiencias.

5. Aunque Riley deja claro, por ejemplo, que la revolución trumpista carece de cualquier visión del futuro y que su carácter, como lo demostró el caso del DOGE, es puramente nihilista y destructivo −calculado no a transformar el Estado, sino a infligir el choque (t.ly/TOrcf)−, sus propias reservas acaban minando su análisis y levantando dudas de si la comparación propuesta se sostiene y si resulta útil para hablar de un régimen que −a juzgar por sus caóticos seis meses en el poder− carece por completo de cualquier disciplina leninista o sutilidad gramsciana.

6. A diferencia del análisis neobonapartista/neopatrimonialista que describía bien un amplio grupo de los comensales informales con esferas de competencia imprecisas junto con su líder, este modelo logra identificar a sólo un grupo minoritario en la coalición del MAGA (los revolucionarios, como Steve Bannon, muchas veces fuera de la principal órbita del poder), omitiendo varios otros junto con el mismo Trump (!), quien, famosamente ignorante de la historia y cualquier teoría, no tiene ni capacidad ni inclinación para este tipo de políticas, y cuya práctica acomodadiza −como lo evidenció el affaire con los aranceles: Trump Always Chickens Out (TACO)− está totalmente en sus antípodas.

7. Además, Riley parece pasar por alto que hoy en día las invocaciones de Lenin o Gramsci desde la extrema derecha se entienden en la práctica −incluso entre los propios trumpistas (t.ly/sa5qX)−, no como parte de un gran plan, sino cuales armas en la guerra cultural simbólica a fin de ir “más allá de lo ‘políticamente correcto’” (al invocar a las figuras violentas que la izquierda ha abandonado), y choquear así a los liberales biempensantes.

8. Con esto −sin ofrecer mucho a cambio respecto al enfoque bonapartista−, el modelo de la revolución invertida, a lo mucho, lo que hace es dar (sin querer) la munición al liberalismo, que viendo al trumpismo fascista y a la izquierda revolucionaria como los extremos que se tocan −en sentido del roji-pardismo histórico, una mal-nacida tendencia minoritaria representada, entre otros, por Curzio Malaparte, el enfant terrible del fascismo italiano que en La técnica del golpe de Estado (1931) echó al mismo saco a Lenin y a Mussolini, produciendo, en vez de una teoría de la toma del poder, un manual de errores (E. Traverso, Fire and blood, 2017, p. 231-232)−, podría llamar al regreso de las razonables políticas del centro.

9. Curiosamente, en otro texto, Riley, respondiendo al parecer a las críticas de su nuevo modelo, acabó invocando precisamente a… Malaparte, escribiendo −en un claro afán de minimizar la grandilocuencia de la revolución invertida−, que “los trumpistas pueden ser leninistas [y/o gramscianistas] sólo en el sentido equivocado de la técnica… que ve al leninismo como una tecnología política atemporal”, y que así no pueden comprender que una estrategia leninista adecuada en una de-mocracia capitalista desarrollada debe romper con el propio leninismo (t.ly/68Hlw), rebajándole en efecto el tono a su enfoque inicial.

10. Gramsci, que alguna vez trató a Malaparte, lo tildó famosamente como un escalador social desenfrenado, excesivamente vanidoso y un esnob camaleónico, que era capaz de cualquier villanía ( Cuadernos de la cárcel, vol. 6, 1999, p. 120). Esta última descripción −más allá de las dudosas mutaciones de Trump 1.0 a Trump 2.0− podría aplicar bien al propio mandatario estadunidense, interesado sólo en el poder con tal de avanzar en sus intereses personales (no a fin de perseguir ningunas transformaciones a la Lenin/Gramsci) y capaz, para ello, de cualquier villanía.