Opinión
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Un verano en Helsinki
¿I

maginan un acuerdo sobre la seguridad en Europa que incluyera a Estados Unidos y a Rusia y que tuviera como punto de partida un decálogo con principios como la igualdad soberana, la abstención de recurrir al uso de la fuerza, la integridad territorial de los estados, la no intervención en los asuntos internos de otros países y la defensa de la libre determinación de los pueblos?

Hay una buena noticia al respecto y otra mala. La buena es que ese acuerdo ya existe; la mala, que nadie lo respeta. Pero existe, y ya es algo. Son extractos del Acta Final de Helsinki, el origen de la actual Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE), un experimento diplomático que, tras años intensos, languidece a punto de cumplir medio siglo este verano. Dicho documento y la propia OSCE son fruto de la década prodigiosa de los 70, en la que tantas cosas pudieron ser, antes de que los terribles 80 lo echaran casi todo al traste. Es un vestigio que, aunque maltrecho, ha llegado a nuestras manos. Conviene cuidarlo.

En julio de 1973 cuando, tras varios sustos y un miedo real a la destrucción mutua, una treintena de países se sentaron en Helsinki a sentar las bases para la mayor plataforma de seguridad del mundo. El proceso concluyó con la firma del Acta Final el 1º de agosto de1975 y, entre los signatarios, estaban, además de los países europeos, las dos grandes potencias de la guerra fría, Estados Unidos y la Unión Soviética.

No fue un tratado, y sigue sin serlo. El incumplimiento de los principios no tiene represalia directa posible, porque la arquitectura de este ente peculiar tiene cimientos que la hacen débil, pero también flexible, al ser más un foro de seguridad y cooperación que una organización internacional al uso. En resumidas cuentas, hizo de la necesidad virtud, convirtiendo varios de sus complejos principios básicos en palancas para avanzar.

Por ejemplo, entre las rarezas de la cosa están el consenso y la igualdad. No importa el tamaño del país, los derechos son los mismos. Nada está acordado hasta que todo está acordado, como principio básico. En la recta final de las negociaciones, en 1975, un país minúsculo como Malta bloqueó durante dos días las negociaciones entre los gigantes por una cuestión sobre el Mediterráneo. Se alargaron tanto los debates finales que, llegado el momento fijado para su fin, al no estar cerrado todavía el acuerdo, se optó por una original solución que otros foros han adoptado desde entonces: se paró el reloj de la sala de reunión antes de medianoche y no se le permitió dar por finalizado el día hasta que el acuerdo estuvo sellado. Tan grande era la voluntad de no fracasar, que congelaron el tiempo.

Esa voluntad de éxito, el principio de la no agresión y la ausencia de capacidades coercitivas o punitivas, obligaron de nuevo a hacer de la necesidad virtud y crear espacios de confianza mutua, mediación y prevención entre enemigos declarados como Washington y Moscú. Notificar las maniobras militares que un país va a realizar, por ejemplo, fue una práctica inaugurada en la OSCE para rebajar tensiones y evitar malentendidos.

No fue fácil, por supuesto. Las negociaciones duraron dos años. Cada vez que había un desacuerdo en algún punto, lo explicitaban entre corchetes y seguían adelante, para evitar los bloqueos. Llegó un momento en el que había más texto dentro de los corchetes que fuera de ellos, según recuerda Vladimir Bilandzik, miembro del equipo yugoslavo –el rol de los países no alineados fue crucial–. Prevaleció la voluntad de no fracasar, a diferencia de un presente cuyos gestores sólo parecen aspirar al naufragio.

El carácter flexible y colegiado de la OSCE, así como su mirada compleja, cooperativa y global a la cuestión de la seguridad –de Vancouver a Vladivostok–, le otorgaron la cintura suficiente para desempeñar un rol protagonista en los años 90, durante los cuales el mapa de Europa cambió por completo. Ni la OTAN, que desaprovechó una fantástica ocasión para desaparecer, ni una inmadura Unión Europea, fueron capaces de acompañar el proceso.

Con el tiempo, sin embargo, fue perdiendo lustre en favor de una resignificada y ampliada Alianza Atlántica y una Unión Europea que siguió creciendo sin madurar. La distancia entre Moscú, Bruselas y Washington se amplía conforme la OSCE pierde relevancia. No parece excesivo pensar que entre estos centros de poder había más comunicación en plena guerra fría que en las dos décadas anteriores.

Todos han violado los principios del Acta Final, empezando por Rusia, que se ha saltado a la torera la integridad territorial de Ucrania. Pero parece bastante ridículo cargar el muerto de la OSCE exclusivamente a Moscú, como si Washington y la Unión Europea no hubieran intervenido activamente también en los asuntos internos ucranios.

No hay manos inocentes que asistan a un moribundo al que no se puede dejar morir. Europa y el mundo necesitan más diplomacia y menos rearme; más originalidad y menos testosterona; más OSCE y menos OTAN.