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Día de campo

H

e dedicado buena parte del 2025 a cuidar u organizar el cuidado de mi madre, que tiene 82 años. Se trata de una tarea ardua, históricamente impuesta o asumida por las mujeres de la casa, que poco a poco va ocupando todo el tiempo. Hay que ponerle atención a cada detalle: los alimentos, el ejercicio, las actividades manuales, la higiene, la diversión, los medicamentos. Quien ha cuidado a un ser amado sabe que no hay descanso, ni físico ni mental: cualquier momento puede ser un momento de peligro. Está la escalera, con sus peldaños siempre amenazantes; las horas vacías que conducen al aburrimiento y, del aburrimiento, a la zozobra; la televisión con su domesticación insulsa; la melancolía, que brota nada más porque sí. Como mi madre es una mujer sana, autónoma, con un sentido del humor a toda prueba, estas tareas de cuidado no dejan de tener sus muchos momentos de encanto. Su memoria de largo plazo, mucho más firme que la memoria inmediata, nos lleva con frecuencia a un pasado que recuerda con fidelidad. Y ahí resaltan con brillo propio nuestros días de campo. ¿Te acuerdas cuando bastaba con empacar un mantel, unos sándwiches, un termo con café y frascos de agua para pasar un día maravilloso en cualquier lado?

Le digo que sí, que me acuerdo.

Era el pasatiempo favorito de una familia sin muchos recursos, pero con grandes deseos de explorar el mundo. Hacíamos días de campo casi en todo sitio, aunque especialmente en las afueras. El día de campo le pertenecía a la intemperie, ese difuso territorio donde la propiedad privada terminaba y todavía no existía bien a bien la propiedad pública. Después de alguna caminata extenuante o luego de zambullirnos en algún río de aguas tranquilas, mi madre sacudía el mantel al aire, y ese ruido áspero y crujiente señalaba que el descanso había iniciado; una especie de recreo, una pausa en todo caso, que interrumpía, o más bien culminaba, la excursión en curso. Retozábamos, así, juntos, a las orillas del río Meoqui, en el estado de Chihuahua; a la vera de cualquier carretera por la que viajábamos por horas enteras; en los recovecos de montañas majestuosas o sobre peñas enormes.

Las cosas han cambiado. La violencia de la así llamada guerra contra el narco y la productividad demoniaca del neoliberalismo nos han arrebatado tanto el espacio como el tiempo. Hacer un día de campo en cualquier carretera mexicana sería hoy en día un ejercicio de alto riesgo, algo francamente descabellado. Las zonas de descanso en las autopistas de Estados Unidos, tan llenas de reglas y con vigilancia ininterrumpida, no se prestan para la intuitiva experiencia de la comida al aire libre. El genocidio y la crisis climática nos han enseñado a temer los fenómenos del cielo y de la tierra.

En español se les sigue diciendo días de campo a los pícnics, aunque muchas de estas comidas al aire libre no sucedan en el campo estrictamente, sino en parques citadinos, usualmente públicos, cercados por calles bullangeras y el ruido, sólo a veces lejano, de los automóviles. Pueden ser lugares encantados, breves interrupciones en una vida cotidiana hecha de prisa e indiferencia, pero en los libros de algunos autores se han convertido también en zonas oscuras y liminales, donde se perpetran crímenes o se expande la orfandad. En “La continuidad de los parques”, el breve y muy famoso relato de Julio Cortázar, un lector se recarga contra el terciopelo verde de un sillón para continuar con la lectura de una historia en la que una pareja de amantes planea un asesinato desde una cabaña, sólo para descubrir –ese lector que somos nosotros– que terminaremos bajo el filo homicida de un puñal. Le debemos una de las descripciones más sombrías de los parques públicos a Leila Slamani, la autora de Canción dulce, la novela en que una niñera a todas luces eficiente y amable asesina a los niños de sus patrones. “Los parques públicos en las tardes de invierno”, escribe. “La llovizna barre las hojas secas. La grava helada se adhiere a las rodillas de los críos. En los bancos, en las alamedas discretas, uno se topa con las personas que nadie quiere ya”.

Mi madre y yo nos hemos acostumbrado a pasar bastante tiempo en el parque. ¿Somos las dos ahí, juntas, hablando sin parar, desechos del neoliberalismo o desertoras de cualquier régimen mientras yacemos en paz, con gozo, sintiendo el pulsar de la tierra en cada una de nuestras vértebras?

Al inicio decíamos que íbamos a caminar, como si nuestra costumbre precisara de la justificación del ejercicio. Pero más recientemente hemos regresado a la vieja rutina de nuestros días de campo sin excusa de por medio. Ahora soy yo y no ella la que sacude el mantel al aire, señalando el momento de degustar los alimentos y, luego, de retozar. Ojalá que haya muchos días de campo en su 2026.

Hay que desertar con frecuencia, como argumentaba Bifo.

*Ganadora del premio Pulitzer 2024. Autora del libro El invencible verano de Liliana.