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¿La fiesta en paz?

Otros conceptos de un autor inteligente al que los mandamases taurinos de México no quisieron escuchar

P

oco lo que se puede decir en materia taurina del año que se va. Salvo la claudicación político-socio-cultural del humanismo de la 4T que, con el pretexto de “evitar que los toros de lidia sufran”, tuvo la comodona ocurrencia de cancelar las corridas de toros en la Ciudad de México, que 499 años no son nada. Clara Brugada, jefa de Gobierno, decretó prohibir, a través de ese obediente brazo operativo que es el Congreso de la Ciudad de México, el uso de puyas, banderillas, estoques, puntillas y cualquier otro instrumento que lesione o mate al toro, reduciendo la tauromaquia tradicional a kermés de secundaria.

Nuestra democracia no disimula su poca experiencia pues los chicos del citado Congreso, electos popularmente por otros humanistas con similar información sobre la tauromaquia, aprobaron el 18 de marzo pasado –menuda ironía– el dictamen que reforma las corridas de toros para que sean “espectáculos sin violencia”, en una ciudad que no logra controlarla. Tan conmovedora iniciativa estuvo avalada por 61 votos a favor, uno en contra y cero abstenciones. Sereno sometimiento a la voluntad de unos para de un plumazo borrar usos y costumbres de medio milenio en perjuicio de muchos, aunque no tantos como los que habría si se prohibiera el mediocre futbol que nos empodera y llena de frustración, esa forma de violencia que también lastima.

Aquí una precisión. Cuando antitaurinos y protectores de animales sostienen que durante la lidia el toro “sufre”, pretenden otorgarle a este una mente con conciencia, capaz de valorar y juzgar sus propios actos, incluidas esas circunstancias supuestamente “sufrientes”. Otorgar esta capacidad de abstracción a los animales en general y al toro de lidia en particular es racionalizarlos, es decir, humanizarlos a como dé lugar, aunque su naturaleza siga siendo no racional. Una cosa es el instinto innato de pelea o bravura y otra, muy diferente, el masoquismo, ese soportar dolor y maltratos para obtener una satisfacción, según esto involuntaria en el caso del “sufrido” toro. Otra prohibición sin más sustento que el desempeño de autorregulados promotores taurinos sin vigilancia.

Visiones y fantasmas del toreo fue el cuarto y último libro que escribió Guillermo H. Cantú sobre el tema taurino y quizá el más personal de todos, ya que el ensayista lagunero volcó en sus páginas algo de la enorme experiencia empresarial que acumuló a lo largo de su fructífera existencia. En el penúltimo de los 12 breves y sustanciosos capítulos, titulado “Empresarios taurinos y mercadotecnia”, refiriéndose al entonces poderoso duopolio taurino de los Alemán y los Bailleres (año 2000), Cantú señalaba:

“1. Ambos son propiedad de familias poderosas e influyentes. 2. Ambas empresas han delegado la administración de sus compañías taurinas en manos de bajo calibre. 3. Las dos aceptan con inexplicable fatalismo las lacras que acarrea el espectáculo sin tomar la decisión de cambiar las circunstancias… 4. Ambos viven y piensan con fórmulas del pasado: cero innovación y cero inversión en medidas y acciones que puedan fructificar en el futuro. 5. Ambos sobreviven como comerciantes pueblerinos… sin sembrar hoy las semillas de una abundancia futura… 6. Ambos invierten sin rigor de resultados. 7. Ninguno de los dos parece preocuparse de lo que piensa y desea su principal cliente, el espectador. 8. Ambos concluyen… que deberían eliminarse leyes, reglamentos y autoridades… porque ‘estorban a la función taurina”. Hoy, ahí están los resultados de tanta sordera de unos y pasividad del resto.