Opinión
Ver día anteriorDomingo 28 de diciembre de 2025Ediciones anteriores
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Los turistas en Acapulco
E

n estas fechas en las que los habitantes de la Ciudad de México salen en busca del calor de la playa, recuerdo este relato cuyas ilustraciones del notable Alberto Beltrán retratan un Acapulco que poco ha cambiado con el paso de los años.

Apenas pone uno los pies en la arena, llega un cobrador:

–¿Quiere un petate para asolearse? ¡Son cinco pesos!

–¿Un coctel de ceviche, Miss?

–¿Un coco-fizz? ¡Un zombie?

–¿Chicles, chocolates, dulces?

–¿Aceite contra el sol? ¡No se vaya a despellejar!

–Aquí el sol pega duro.

–¿Le tomamos una fotografía de recuerdo?

Si logra uno sentarse en cualquiera de las sillas de madera alineadas en la playa, escapando al asedio de los comerciantes, surge otro cobrador. –¡Son cuatro pesos de la silla, joven! Y si algún crudo llega a dormirse en la arena, un acapulqueño lo interrumpe: –¡Oiga, joven, le estoy cuidando el sueño! En la playa espían todas aquellas pequeñas gentes que viven del turismo: los vendedores ambulantes y los que han instalado allí sus puestos de lanchas y deslizadores para ir a La Roqueta, sus Glass Bottom Boat, equipos para bucear, refresquerías y sombrererías.

Las gentes que mejor viven del turismo son los dueños de los hoteles más lujosos, los cabarets oscuros proyectados por Dalí y los restaurantes americanizados en cuyos cimientos se estrellan las olas, mientras los clientes comen langosta “termidor” y sorben vino blanco Pouilly. El dueño del Hotel Pierre Marques, Paul Getty, es uno de los hombres más ricos del mundo. En el Atizapán, bungalow donde vivió Adolfo López Mateos, el precio diario por una sola persona es de 500 pesos. Estas tarifas resultan normales para los estadunidenses de “clase media”, ya que antes, en La Habana, estaban acostumbrados a pagar 80, 90 y 100 dólares diarios por una recámara. Y sus recursos económicos no son muy grandes, llegan a Acapulco llevando su casa de aluminio a cuestas y se instalan en los campos para tráilers. Aprovechan, como los demás, los baños de mar, el sol, el viento, la bahía y los centros nocturnos.

En Navidad, en Semana Santa (después del consabido retiro y de las buenas resoluciones), Acapulco se llena también de mexicanos: burócratas, secretarias, empleados y agentes de ventas que atestan los multifamiliares de lujo, edificios de muchos pisos a la orilla del agua. Se pasan todo el día en traje de baño, a veces en una silla de lona junto a una piscina, esperando a que un mozo de chaqueta blanca traiga sobre su charola el “ drink” que han pedido.

–¡Qué borrachera se puso Chiquis anoche!

–¿Te fijaste cómo bailaba? Hasta que por fin la tiró Julio al tanque.

Foto
▲ Ilustraciones de Alberto Beltrán.Foto

–¡Julio es guapísimo! Tiene algo de Rock Hudson, ¿no se te hace?

–Hello, darling, ¿qué tal dormiste?

(Se besan en las mejillas).

–¿Y ustedes? ¡Ay, no saben qué noche! Fuimos al “Mayambé”, a “La Martinique”, al “Bum-Bum”, al “Focolare”, a “La Rana” a bailar muy suave… ¡Unas orquestas padre!

–¡Ay, vieja! ¡Qué despellejada me he dado, y eso que me puse del aceite de Elizabeth Arden! ¡Hoy en la noche hay una lunada y estoy que espanto!

–¡Allí viene Dora! ¡Ese traje de baño le sienta como un tiro!

(Dora se acerca: – Hello, girls. ¿Qué tal la cruda?)

–¡Dora, qué fresca te ves! ¿Dónde compraste tu traje de baño? ¡Es una verdadera monada!

–¡Chicas, anoche fui al Ave de Tahití!

El Ave de Tahití es un velero sin velas que vimos zarpar misteriosamente a media noche, cargado de parejas que habían llegado a bordo por medio de una lancha rápida. El barco se perdió en lo negro y en el silencio. Nada más se oía la voz de los músicos, con maracas, guitarras y güiros que cantaban: “En el mar, la vida es más sabrosa / en el mar, te quiero mucho más…”

La playa se extiende y sigue caminando. Para frente a los grandes edificios que espejean y sigue adelante. Allá están las gaviotas, las rocas y las grutas marinas. Allá están las olas más altas. Caminan cuatro pescadores y un niño con un balde. La playa es una gran lengua de arena. ¡Shhh! Schhh… Shhh… Shhh… y los pies apenas si se hunden; gorjea la arena mojada. El mar llega en cada ola y la espuma es el plumaje del agua.

–¡Pá, préstame tu cuchillito!

–¿Pa’ qué, hijo?

–¡P’abrir esta que es almeja!

–No, hijo, no hay tiempo.

Siguen caminando. Los hombres hablan entre sí.

–Mire, compadre, yo por aquí tenía mi terrenito, hasta que vinieron los del Ayuntamiento…

A ellos les han quitado sus terrenos frente al mar; se les ha relegado a la montaña, al cerro, mucho más allá de las rocas, del agua y de las brisas para dizque “fraccionar”; construir residencias al borde de la playa; casa que sólo habitan una, dos, tres veces al año. Los acapulqueños viven en otro Acapulco: el que está recargado en la falda de los cerros, en jacales sin agua, sin drenaje, sin alumbrado, palúdico.

Pero de vez en cuando, bajan a la playa que sólo ellos conocen; un hombre y una mujer corren sobre la arena sin pisadas. El viento silva en los caracoles y ellos ríen quedito al acercarse la concha de mar al oído. En una cama perdida entre arenales, se enlazan y se quedan abrazados, los cabellos húmedos de arena y de agua, hasta que todo se va cubriendo de estrellas.