ado que el único consenso que parece existir entre los estudiosos del fascismo es que… no hay ningún consenso respecto a lo que es el “fascismo” –de allí la existencia de un sinfín de enfoques sobre el tema que dan pauta a los interminables debates acerca de su “verdadera naturaleza”–, una informada históricamente reconstrucción del significado de esta palabra y sus mutaciones a lo largo del siglo XX puede ofrecer una buena vía de salida de este atolladero. Tanto para comprender mejor los autoritarismos del periodo de entreguerras, como la utilidad de este término −o no− para hablar de la política contemporánea.
Esta es justamente la contribución del historiador italiano Federico Marcon que, desplazándose desde los métodos tradicionales de la historia intelectual y conceptual hacia “la historia informada semióticamente” y al hacerse en ello de la semiótica interpretativa de Umberto Eco, recuperó, en su magnífico estudio Fascism: The History of a Word, 2025, página 448 –un tomo que, sucumbiendo a la fiebre de hacer los rankings del fin del año debería ser considerado como el mejor libro de 2025 en su nicho– los modos en los que el “fascismo” funcionó (y sigue funcionando) como un dispositivo conceptual generador de significado moldeado históricamente por presiones y evoluciones políticas del momento y una “polinización cruzada” de la labor semiótica de diferentes actores políticos.
El punto central de Marcon, dada la imprecisión fundacional del término –“ fascio”, literalmente: “haz” o “manojo”, ha sido en Italia, desde el siglo XIX, el nombre genérico de asociaciones de diferente índole− es que el “fascismo” se ha convertido en una categoría política con pretensiones universalistas sólo a consecuencia del impacto histórico que han tenido los regímenes que llevaron su nombre, no por la fidelidad a cualquier significado, ideología o utopía prexistente (p. 9). Y que éste, como tal, se entiende mejor como una suerte de “palimpsesto semántico”, más que un concepto político en sí, como el socialismo, el comunismo, la democracia o el liberalismo (t.ly/mNq7c).
Así, la “insoportable borrosidad” ( fuzziness) e inherentes contradicciones del término −con el cual ni siquiera Mussolini ha tenido ningún compromiso particular ( sic) y lo escogió precisamente por su falta de significado fijo (p. 29)− se derivan del hecho que los regímenes, movimientos e ideologías que este nombre llegó a identificar, estaban, en realidad, compuestos por fragmentos de otras ideologías e instituciones políticas (p. 294).
De allí sólo un arduo y contradictorio proceso de la construcción del significado (semiosis) entre diferentes grupos sociales: I) el propio régimen fascista italiano (el caso principal analizado), II) los pensadores y activistas antifascistas (sobre todo los teóricos marxistas, los pioneros del uso “genérico” del término) y finalmente III) los estudiosos conservadores y liberales de la posguerra empeñados en destilar una suerte de “mínimo fascista” como una antítesis del orden democrático-liberal −a pesar de que, como bien subraya Marcon, el fascismo ha tenido una relación mucho más cercana con la democracia (p. 22)− permitió construir el socialmente aceptado y difundido significado del “fascismo”.
Y es esta complejidad laberíntica de la red de marcadores denotativos y connotativos que el significante “fascismo” organiza en la enciclopedia semántica actual que explica toda una serie de problemas en su entendimiento y en su uso cotidiano en el que predomina su carácter de “insulto”, más que una herramienta del análisis adecuado (t.ly/-Eo87).
Si bien la semiótica de Umberto Eco que Marcon emplea en su reconstrucción de los procesos que convencionalizaron los significados del “fascismo” y sus funciones semióticas ha resultado ser una estupenda herramienta −y una que le permitió abarcar igualmente la labor cognitiva de los historiadores de este fenómeno−, su “Eco-centrismo”, parece haber tenido también sus costos.
A pesar de criticar puntalmente la borrosidad semántica del “fascismo”, Marcon en ningún momento parece notar que el mismo Eco en las últimas décadas ha sido uno de los principales responsables por el deterioro del uso de este término en el debate público. Pocas nociones como su “fascismo eterno” (“Ur-fascismo”) −a pesar, por ejemplo de apuntar correctamente al carácter difuso del fascismo− han hecho tanto para abonar a su ambigüedad. A primera vista atractiva, dicha noción −“un gran disparate de un gran intelectual” (Emilio Gentile dixit)− es, en realidad, profundamente ahistórica, ya que en la historia, simplemente, nada puede ser “eterno” (t.ly/mta8H).
Aunque Marcon identifica bien el sonado ensayo de Eco (t.ly/jh-UD) como uno de los precursores de todo un género “de cómo identificar a un fascista” que tuvo su auge durante la primera presidencia de Trump y abarcó los populares panfletos de los autores como Timothy Snyder, Jason Stanley o Madeleine Albright (p. 319), todos estos “análisis” han de ser considerados entre lo más superficial y debatible que se ha escrito sobre el tema. Y Eco, visto así también −en un giro paradójico−, como el desafortunado padrino de la “literatura chatarra” sobre el fascismo.
Dado que, como bien subraya Marcon, los significados de las palabras no son fijos ni están arraigados en sus vehículos significantes, lo único que puede hacer un estudioso −lejos de imponer los límites al uso de las palabras− es señalar las consecuencias políticas y las ventajas y desventajas heurísticas de su uso. Y éstas últimas respecto al “fascismo” como una herramienta de análisis y la comprensión de la extrema derecha contemporánea sobrepasan, en sus ojos, las primeras: no tanto por su “vacío”, sino por su carácter palimpsético de un significante lleno y “sobrecargado” de una cantidad exorbitante de significados.












