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Depto. 102
N

os dimos cuenta porque la perra empezó a ladrarle a la puerta. Pero el susto definitivo fue el sonido de una llave insertándose en nuestra cerradura. Alguien estaba tratando de entrar a la fuerza, y mi reacción fue abrirles. Mis reacciones nunca son las mejores. Esperaba ver a unos maleantes gordos y sudurosos o a un vecino borracho que se había equivocado de departamento, pero no a una pareja de ancianos. Él, divertido, le estaba diciendo a ella:

–Te dije. Todo es verdad.

–¿Quiénes son ustedes y por qué están tratando de entrar a mi casa?– preguntó Ana.

Pero respondieron tan sólo abriéndose paso hacia adentro, con la hostilidad de la perra que ladró como única defensa posible. El viejo miró alrededor con una sonrisa congelada, sin detener sus ojos, como si el pasillo y nuestro comedor fueran un paisaje, un horizonte de colinas fundidas por el atardecer. Ella, por su parte, tenía la mirada borrada y el ceño fruncido como si no entendiera lo que estaba ocurriendo. Nosotros tampoco entendimos, y mi nueva reacción fue tomar al anciano de los hombros y empezarlo a empujar de regreso por el pasillo. Sentí sus huesos delicados debajo de mi apretón, que aflojé por miedo a lastimarlo. Lo guié hasta que su espalda topó con el cuerpo de su acompañante que, hasta entonces noté, llevaba una venda en una mano. Los viejos: siempre haciéndose daño con caídas que antes ni sentían. Una vez afuera, les cerré la puerta y entre ladridos los escuchamos bajar la escalera. Muy pronto regresó el silencio y la perra se subió al sillón.

–¿Qué fue eso?– se preguntó Ana, a sabiendas de que no había respuesta.

Me reí como cada vez que no sé una respuesta, que es muy a menudo. Noté que los viejos habían dejado suspendido un olor a ropa encerrada, a humedad, y nidos de arañas, pero no dije nada. Sólo abrí la ventana para dejar que el frío viento del invierno hiciera su ventilación.

Contar esa pequeña aventura a los pocos comensales que teníamos excepcionalmente invitados nos sirvió durante un par de años como una forma de avivar una charla que ya se estaba emplastando. Los dejábamos especular si los ancianos eran, en realidad, hermanos o si formaban una pareja de asaltantes con un modus operandi singular, pero nuestra versión era que se trataba de un matrimonio que se había perdido. Tiempo atrás, mucho antes de que quizás Ana y yo nos conociéramos, habían vivido en ese departamento, el 102, y tenían todavía una llave que ya no era. Esa mañana de domingo se confundieron y fueron llevados por una añeja costumbre hasta la puerta de nuestra casa, metieron la llave y se colaron durante unos segundos a un departamento ocupado. Nos preguntábamos qué habían pensado ellos del incidente, si al darse cuenta de su error habían decidido que estaban envejeciendo demasiado y se asustaron de sí mismos, si siquiera nos notaron, a Ana, a mí y a la perra, o todo quedó difuso como las mareas resacosas de la desmemoria. A veces, cuando pensaba en ellos, me angustiaba un poco por no saber qué había sido de ese par de ancianos; si ese domingo habían llegado eventualmente a su verdadero hogar o habían deambulado por calles que ya no reconocían, con llaves que ya no abrían las puertas de siempre. Si alguien los ayudó a regresar a donde sea que regresan los matrimonios.

El incidente se fue desgastando como todo. Recuerdo que cuando murió la perra una de las cosas que lloré fue que se iba una testigo de nuestra vida juntos y, por un instante, volví sobre los detalles de aquel imprevisto, ahora con la boca abierta del anciano, sorprendido, luego con la venda en la mano de su acompañante. No les puse nombres ni traté de imaginar cuándo y cómo se habían conocido porque nada en esos segundos que duró nuestro contacto me dio elemento alguno para inferirlo. Con el tiempo, otras anécdotas que contábamos para desperezar una cháchara fueron más efectivas, como la del ratón que vivió y procreó bajo mi librero, la solicitud de empleo de Ana en una clínica que incluía la pregunta de si oía voces, lo que hacían y decían nuestros vecinos o alguna ganga que habíamos conseguido por un mueble o un aparato eléctrico.

El depto. 102 empezó a llenarse de cosas que esperaban ser usadas o desechadas, pero que jamás lograban encontrar su camino en algún lado mas que en el pasillo, los armarios ya, de por sí, atiborrados de cajas que ya nadie recordaba qué tenían. Fue en la mudanza que nos quedamos perplejos de que tuviéramos una lavadora de pilas que jamás sacamos, una pinza para deshuesar ciruelas o un lanzador de pelotas para la perra. ¿Quién y por qué uno de los dos había comprado semejante cosa? Los objetos no contaban su historia ni remitían a alguna memoria, sino que nos observaban, extraños y agazapados, desde el fondo de las cajas sin abrir. Especulamos si alguien más, además de nosotros dos, podía haberlas dejado ahí. Yo le puse nombre al fantasma: el Acumulador Anónimo. Dejamos atrás muchas de ellas, pero la desmemoria nos persiguió sin darnos tregua: ahora Ana y yo contábamos versiones contrapuestas del ratón bajo el librero –en la suya, sólo era un ruido que rascaba dentro del refrigerador, pero resultaba no ser nada, ni un animal ni un efecto de la temperatura– o los vecinos habían hecho y dicho cosas que el otro no recordaba. Nos gritábamos cuando eso sucedía, asustados de que todo podría no haber ocurrido. Luego, Ana me empezó a cambiar el nombre por el de su padre o de un antiguo novio, pero lo que me desesperaba era cuando me contradecía en historias que eran de mi infancia o adolescencia, mucho antes de conocernos. Me corregía mis propios secretos, contados en una noche alumbrada por el faro justo en la ventana.

Un domingo empezamos a discutir si la ventana del depto. 102 daba o no a ese faro de tantas confesiones. Ana lo negó rotundamente, se frustró y empezó a gritarme. Azotó un vaso contra la mesa. Creo que se cortó, pero no estoy seguro. Fue que la conduje al edificio, subimos la escalera y metí la llave a la cerradura. Del otro lado se escucharon ladridos y una pareja nos abrió la puerta, asombrada. Entramos al pasillo:

–Te dije. Todo es verdad.