éxico suele imaginar su relación con Estados Unidos como una asociación basada en la interdependencia económica, el respeto mutuo y la cooperación estratégica. Esa narrativa es funcional para la diplomacia y tranquilizadora para las élites nacionales, pero es falsa. No describe cómo Estados Unidos piensa realmente a México. En los espacios donde se define el poder – think tanks de seguridad, academias militares, departamentos de defensa y corrientes realistas de política internacional– México no aparece como socio, aliado ni nación con proyecto propio, sino como un territorio estratégico cuya función es servir a la estabilidad interna y a la proyección de poder de Estados Unidos.
John Mearsheimer ha sido claro: las grandes potencias no actúan movidas por valores, discursos ni afinidades culturales, sino por la lógica brutal del poder. Buscan maximizar su seguridad, preservar su primacía regional y evitar que actores cercanos desarrollen capacidades que limiten su margen de maniobra. La cooperación existe sólo mientras refuerza esa estructura. Desde esta lógica, Estados Unidos no evalúa a México por su bienestar, sino por su utilidad. Su valor no reside en su desarrollo, sino en su subordinación funcional.
La geografía condena. Una frontera terrestre de más de 3 mil kilómetros, acceso al Golfo de México, cercanía inmediata al núcleo industrial estadunidense y control de los flujos migratorios convierten a México en un espacio vital. Estados Unidos puede abandonar aliados lejanos, sacrificar regiones enteras o tolerar inestabilidad en otros continentes, pero no puede permitirse incertidumbre al sur de su frontera inmediata. Douglas Macgregor lo ha dicho sin ambigüedades: la seguridad de Estados Unidos comienza fuera de su territorio, y México opera como amortiguador estratégico. No es un igual, es un perímetro.
De ahí surge la verdad central que rara vez se dice: a Estados Unidos le conviene un México estable, pero no fuerte. Un México débil genera riesgos inaceptables –migración masiva, violencia, desorden–, pero un México fuerte, industrializado, con política exterior autónoma y proyecto nacional a largo plazo, sería un problema geopolítico. Alteraría el equilibrio regional y reduciría la capacidad de control estadunidense. Por eso, el desarrollo mexicano siempre ha sido tolerado sólo hasta cierto punto.
Jeffrey Sachs ha señalado que el orden económico internacional está diseñado para impedir que países intermedios crucen el umbral hacia un desarrollo soberano pleno. México es un caso ejemplar. Se le integra, pero se le limita. Se le abre el mercado, pero se le niega la tecnología estratégica. Se le exige estabilidad macroeconómica, pero se le castiga cualquier intento de planeación industrial autónoma. No es un accidente: es diseño.
El T-MEC, el nearshoring y las cadenas regionales de valor no buscan crear capacidades nacionales mexicanas. No buscan campeones industriales ni autonomía tecnológica. Buscan asegurar que el diseño, la innovación, la propiedad intelectual y las rentas permanezcan en el norte, mientras México aporta territorio, mano de obra barata, disciplina fiscal y obediencia política. Es relocalización controlada, no desarrollo. Es integración subordinada, no convergencia.
Desde esta óptica, la soberanía mexicana es tolerada sólo mientras no se ejerce. Puede proclamarse en discursos, pero genera reacción cuando se traduce en políticas concretas: fortalecimiento de empresas nacionales, regulación estratégica, diversificación real de alianzas, política industrial activa. Como advierte Mearsheimer, las potencias reaccionan cuando un actor subordinado intenta modificar las reglas implícitas del sistema.
En la mirada realista estadunidense, México no es un sujeto histórico con derecho a transformarse, sino una variable a administrar. Su función es garantizar estabilidad interna en Estados Unidos, reducir riesgos frente a China y servir como plataforma productiva dependiente. Un México soberano no es deseable; es incómodo. Estados Unidos no busca el colapso de México, pero tampoco su emancipación. Busca orden sin soberanía, integración sin autonomía y estabilidad sin transformación. Esa es la realidad.











