Opinión
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Soledad
C

ayó Ecuador. Cayó Perú. Cayó Argentina. Cayó Bolivia. Cayó Chile. Honduras se debate entre el fraude y la injerencia. Se ha desvanecido el ciclo de gobiernos progresistas que parecía vivir un segundo aire. Cuba y Venezuela siguen a la cabeza de una Alianza Bolivariana disminuida y distante. Quedan Uruguay, que pesa poco; Colombia, con el reto inminente de las urnas; Brasil, anclado en la ambigüedad por los frágiles equilibrios parlamentarios, y México. Corren tiempos oscuros para América Latina y el Caribe; la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), que en su momento pudo haber sido una alternativa esperanzadora a la impresentable Organización de Estados Americanos (OEA), ha perdido momento y sustancia. La Cuarta Transformación se enfrenta a una creciente soledad, entre un vecino del norte gobernado por la histeria racista, belicista y depredadora, y un sur cada vez más incierto.

En algunos momentos, ha dado la impresión de que el subcontinente palpitaba al ritmo de dos péndulos enfrentados. Cuando en Centro y Sudamérica proliferaban las sangrientas dictaduras militares, México, sin tener gobiernos de izquierda, ni mucho menos, ofrecía al menos refugio y asilo a los perseguidos y ejercía cierto contrapeso a los designios estadunidenses. Después, mientras aquí se instalaba un régimen neoliberal represivo, corrupto y cada vez más obsecuente a Washington, allá florecían las reivindicaciones de la soberanía, las administraciones con sentido social y las propuestas integracionistas orientadas a reafirmar las independencias. Y para cuando la Cuarta Transformación llegó a Palacio Nacional con Andrés Manuel López Obrador, el ciclo progresista sudamericano había iniciado su declive.

La oleada ultraderechista que recorre el mundo ha sepultado en un pasado que parece remoto originales proyectos políticos que se suponían estables y perdurables, como el de la revolución ciudadana que encabezó Rafael Correa o el del Estado plurinacional del Movimiento al Socialismo, construido durante tres lustros. Ambos parecían haber desarrollado una buena raigambre entre la sociedad, pero los dos sucumbieron en forma pasmosamente rápida; bastó, en un caso, con el accionar de un infiltrado al que el movimiento le encomendó la Presidencia; bastó, en el segundo, con un diferendo faccioso intrapartidista con un fuerte componente de pleito y necedad personal. En ningún caso fue posible corregir y superar los errores desde la base y las estructuras. Y eso, por no hablar del peronismo argentino, carcomido por soterradas confrontaciones internas y por la ineficacia gubernamental, o del desgobierno de Gabriel Boric en Chile, que fue de principio a fin una colección de ejemplos de lo que debe hacerse para garantizar una derrota electoral.

Así pues, si bien la reacción internacional y las derechas aborígenes han hecho su trabajo y se han coordinado en forma eficiente y ágil, sería injusto desconocer cuánto han incidido en sus victorias las incapacidades de las izquierdas, ya se hable de las partidarias tradicionales o de las sociales, por lo general antiestatistas. Más que como un éxito súbito de Trump y sus agentes locales, hoy puede verse, a posteriori, que en los ejercicios gubernamentales progresistas faltó profundidad y raigambre sociales –indispensables para preservar mayorías electorales sólidas y duraderas–, o bien que esos atributos se erosionaron con el tiempo.

Ahora la soñada integración latinoamericana no va más. La anhelada capacidad de contrapeso al poderío neocolonial quedó en buenos deseos. El Pacto Andino y el Mercosur son zombis económicos sin convicción política. Sin la Celac, la OEA puede legitimar el enésimo fraude en Honduras y hasta santificar una agresión militar contra Venezuela. El ideal de una defensa regional de las soberanías es más lejano que nunca. Cada nación latinoamericana tendrá que rascarse con sus propias uñas.

México es un caso especial. Su posición geográfica lo colocó en la ruta de una integración económica inexorable con Estados Unidos, por más que en los ámbitos políticos, diplomáticos, sociales y culturales se mantenga la convicción latinoamericanista.

Paradójicamente, la integración en la esfera de América del Norte no sólo juega en detrimento de la soberanía mexicana, sino que es también un factor de disuasión a las renovadas amenazas estadunidenses; independientemente de quién despache en la Casa Blanca, Washington tiene que pensarlo muy bien antes de emprender una injerencia mayor en México, porque eso podría llevar a la desestabilización y ésta resultaría contagiosa de necesidad para Estados Unidos.

Más allá de ese factor insospechado, es claro que la mejor defensa de la soberanía nacional y del programa de la 4T consiste en fortalecer, más que la alianza, la fusión entre las mayorías y el gobierno. Porque el régimen estadunidense no las tiene todas consigo a la hora de confrontar el índice de aceptación de su jefe máximo, que está por debajo de 40 por ciento, con el de la presidenta Claudia Sheinbaum, que supera el 70.