n los últimos tiempos, el lenguaje del bienestar emocional ha colonizado el espacio público. Ansiedad, estrés, burnout y resiliencia se han convertido en claves interpretativas de casi todo: marginación, precariedad laboral, violencia cotidiana, contaminación, la carestía de la vivienda, el transporte inseguro o la disputa política. Nadie sensato niega la urgencia de atender la salud mental; es un derecho y una necesidad. El problema aparece cuando las demandas políticas y sociales se presentan y se atienden casi exclusivamente en ese registro. Ahí se abren situaciones que despolitizan, fragmentan y mercantilizan el malestar, mientras se dejan intactas las estructuras y condiciones que lo producen.
Un ejemplo de esto se ha dado en la UNAM, tras los hechos violentos en el CCH Sur y los conflictos en las escuelas y facultades. El estudiantado ha exigido atención a la salud emocional junto con demandas muy concretas de seguridad, apoyos materiales y democratización de la vida universitaria. Ante esto las autoridades han buscado circunscribir la discusión a la salud mental y esta estrategia se ha convertido en protocolo institucional para abordar conflictos internos, desplazando la atención de otras demandas políticas de fondo.
Cuando los conflictos se explican ante todo como consecuencias del “malestar psicológico” y se atienden con pausas activas, talleres de mindfulness o campañas de autoayuda, la antidemocracia, la desigualdad y la precarización se desplazan al margen. Cambia el sujeto de la responsabilidad: si los problemas son de ansiedad, los remedios son individuales; si los problemas son producto de la precariedad o la desatención, las satisfacciones necesariamente tienen que ser públicas y colectivas.
La narrativa del bienestar pone el foco en el yo y las emociones, no en la colectividad y los derechos. Se promueve la autorregulación por encima de la organización, la contención emocional por encima de la interlocución política. La movilización se descalifica como catarsis; la deliberación se sustituye por la terapia grupal. El resultado es una acción atomizada con baja capacidad de presión y negociación.
Donde el Estado se retira, crecen el coaching motivacional, las apps de meditación, los suplementos “antiestrés” y servicios prémium que prometen soluciones rápidas para problemas complejos. El derecho a cuidar la mente se privatiza: quienes pueden pagar acceden; quienes no, quedan fuera. La misma desigualdad que alimenta el sufrimiento se reproduce en el acceso a las “soluciones” del mercado.
La concentración en lo mental facilita un recurso cómodo del poder: presentar la protesta como desborde emocional que requiere contención, protocolos y “manejo de crisis”. Se desactiva el contenido político de la inconformidad y se reubica en un registro clínico. La crítica se patologiza; las demandas se leen como irracionales o como “radicalismos emocionales”. Esta operación justifica respuestas tecnocráticas o policiales y evita la discusión sobre las responsabilidades estatales y empresariales en la producción del malestar.
Cuando el bienestar sicológico ordena el debate, la agenda se estrecha. Vivienda, empleo digno, educación superior, sistema de cuidados, transporte, aire limpio, salud integral y protección de territorios se subordinan a indicadores de “bienestar” desvinculados de materialidad y derechos. Así se eluden reformas redistributivas, regulaciones ambientales y laborales, o cambios institucionales que sí podrían modificar condiciones de existencia. Se instala una política lig h t que promete escucha y acompañamiento, pero evita el conflicto con poderes económicos y burocracias.
Con todo esto en mente, hay que señalar que la atención a la salud mental y emocional, desdeñada y desatendida durante mucho tiempo, es un derecho fundamental de toda la población. No se trata de contraponer salud mental y política, sino de vincular el cuidado sicosocial con un proyecto de vida digna. Integrar la atención sicosocial con políticas de vivienda, empleo, seguridad social, educación, medio ambiente y transporte es indispensable. No hay bienestar mental sostenible sin condiciones materiales decentes. Financiar servicios universales y gratuitos de atención sicosocial articulados al primer nivel de salud y a redes comunitarias resulta urgente, evitando su privatización encubierta vía outsourcing de terapias o plataformas digitales que segmentan acceso por ingreso. Hay que reconocer que el cuidado es asunto de la vida común: implica la participación organizada en los ámbitos vecinal, sindical o estudiantil, entre otros, para definir prioridades, evaluar resultados y orientar presupuestos. La escucha es política cuando desemboca en acciones colectivas y demandas asociadas a reglas, derechos y recursos.
La salud mental no puede convertirse en el nuevo opio político. Cuando el malestar se traduce en ansiedad y la respuesta se limita a terapias, apps y discursos de resiliencia, los poderes ganan tiempo y legitimidad sin tocar las raíces de las injusticias. El riesgo es claro: promover una visión engañosa: la existencia de una sociedad que aprende a gestionar emociones mientras tolera la precariedad, la violencia y la desigualdad. Politizar el cuidado no resulta accesorio; es condición para que la salud mental deje de ser paliativo y se convierta en parte de un proyecto emancipador. Sin esa perspectiva, el bienestar se vuelve un espejismo funcional al orden que enferma.
* Especialista en sociología política de la educación superior y de los movimientos sociales












