ué tiempos aquellos en que el futbol era una experiencia personal, incluso íntima, y a la vez constituía una rica actividad social. Aunque terminara entre caguamas en la banqueta frente a la abarrotería de la avenida cercana, jugarlo era una de las actividades más sanas y tonificantes del mundo. Además, al presenciarlo en llanos, estadios, radios y televisores, nos identificábamos con los jugadores “nuestros”, antagonizando con el rival entre la furia y la inspiración, sabiendo que la esencia del juego son la improvisación colectiva y lo impredecible.
Albert Camus, el escritor-filósofo más citado y comentado cuando se piensa en futbol, con la autoridad que le daba haberlo jugado “de verdad” en Argelia, escribió en 1957: “Pronto aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno la espera. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las ciudades, donde la gente no la tira muy derecha que digamos”.
Una escuela de la vida. La adecuada asimetría del 11. Un deleite popular sabrosamente compartido, como retratan en sus crónicas y poemas Vinicius de Moraes y Eduardo Galeano. Sin ningún reparo, el pensamiento-en-acción de Camus reivindica su afinidad: “Después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al futbol”. Admitía ser de los que caminan por la calle pateando latas y piedras. Tenía el impulso.
Se antoja regresar a las consideraciones sensatas y gozosas del juego, ahora que el futbol profesional se pudre, convertido en un negocio asqueroso que encumbra a una nueva mafia: Trump-Infantino. Se avecina el Mundial del Fin del Juego, un anunciado desastre ciudadano y deportivo, aunque mina de oro para los pulpos inmobiliarios, las arcas públicas ávidas de dólares y la industria sin chimeneas, como llamábamos al turismo en tiempos más inocentes.
Según el ensayista británico MM Owen, “para Camus el futbol era una de esas cosas que ‘niega a los dioses y levanta piedras’. Mucho antes de escribir una palabra sobre Sísifo, Camus se enamoró del juego. Como los mejores jugadores, descubrió su amor en la pobreza. Huérfano de guerra, criado en un barrio marginal de Argel por una madre soltera analfabeta, su abuela lo reprendía por jugar al futbol porque iba a dañar sus botas escolares, un gran gasto para la familia. El primer hombre, la novela que trabajaba al momento de su muerte, sigue al niño Jacques. El futbol es su ‘reino’, y durante la adolescencia se obsesiona con el juego. Jacques es Camus, cuyas primeras experiencias tuvieron lugar en campos argelinos toscamente dibujados y con un balón de trapo” (The Independent, marzo de 2019).
Uno se cansa de la continua nostalgia de la razón que aqueja a mi generación. Pero cómo no añorar la edad de las cascaritas y los torneos llaneros sin marcas ni publicidad, el obsesivo fut de salón y sus versiones reducidas en el futbolito y el futbolín. Incluso, la vinculación sin filtros con el futbol profesional, “nuestro” equipo en la liga, “nuestra” selección en los mundiales, tan penosos frecuentemente, y sus timbres de gloria (¡Chile, 1962!). El mito de Sísifo era posible y festivo. La derrota siempre derivaba en una nueva esperanza. El sinsentido cobraba sentido. El hombre absurdo de Camus driblaba y daba buenos pases con naturalidad.
Volviendo a la lectura de Owen: “¿Qué puede ser más absurdo que 22 personas persiguiendo una bola de cuero inflada alrededor de un rectángulo de césped durante 90 minutos, creyendo que la cantidad de veces que esa esfera cruza un par de líneas pintadas es un asunto de suma importancia? En cualquier análisis racional, el futbol es fundamentalmente ridículo. Un torbellino de significado imaginario”.
Aquella épica cotidiana ha dado paso a una guerra de aplastamientos despiadados. Fernando Buen Abad Domínguez hizo en estas páginas un comentario lúcido sobre lo que ocurre con el Mundial y su papel anestésico en la sociedad, ora sí opio del pueblo (La Jornada, 13/12/25). Los titanes millonarios que juegan 90 minutos llegan cargados de marcas, patrocinios y compromisos extra deportivos condimentados con narcisismo cósmico, millonarios contratos y despolitización cínica.
El futbol internacional y su Copa operan desde la cúpula del capitalismo, depredador y absolutista. El Mundial que en parte ocurrirá en nuestro país podría dejar una estela de gentrificación, corrupción y despojo como se dio en Brasil, entre el Mundial de 2014 y las Olimpiadas de 2016, en plena caída de Dilma Rousseff. Peor viene el golpe de timón de Donald Trump, que no deja de “salirse con la suya” y ahora quiere ganar a los jeques árabes el negocio de equipos, estadios y apuestas; incluso, se propone cambiar de nombre al futbol. Con la misma facilidad se autopremió como el magnate “de la paz”, en complicidad con la FIFA.
Los 93 cuerpos desenterrados en Zapopan por obras premundialeras, en un radio de 12 a 19 kilómetros del estadio Akron (pronto se llamará Guadalajara), resultan más que simbólicos.












