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El “corral” de Washington
L

a administración Reagan reactualizó la vieja Doctrina Monroe hablando de América Latina como “ our backyard”, “nuestro patio trasero”. En Estados Unidos la expresión suena casi entrañable: el backyard es el lugar de la barbacoa y los juegos de los niños. Al sur del río Bravo, en cambio, “patio trasero” se traduce en corral: el sitio donde se crían las gallinas, se acumulan cachivaches, se tiran las lavadoras viejas y acaba pareciéndose a un pequeño cementerio doméstico.

Esa es la imagen que muchos latinoamericanos evocan cuando escuchan a un político de Washington hablar de la región como su “patio trasero”: un espacio secundario, degradado, útil mientras sirva, prescindible cuando estorba. No es un malentendido cultural, sino el síntoma de una mirada imperial consolidada a lo largo de dos siglos.

La idea de que el hemisferio occidental es “cosa de Estados Unidos” se institucionaliza con la Doctrina Monroe (1823) –“América para los americanos”, es decir, para los estadunidenses– y se radicaliza con el expansionismo de comienzos del siglo XX. Gregorio Selser rescató una declaración brutal del presidente William Howard Taft, en 1912, que condensa esa mentalidad y ayuda a entender los delirios actuales de Donald Trump:

“No está lejano el día en que tres banderas de barras y estrellas señalen en tres sitios equidistantes la extensión de nuestro territorio: una en el Polo Norte, otra en el Canal de Panamá y la tercera en el Polo Sur. Todo el hemisferio será nuestro, de hecho, como, en virtud de nuestra superioridad racial, ya es nuestro moralmente.”

Esa estructura no ha desaparecido; sólo ha cambiado de palabras. La élite estadunidense sigue hablando de América Latina como de un espacio propio. Mauricio Claver-Carone, operador clave de Trump para la región, lo dijo sin rodeos a The New York Times: “Éste es el barrio en el que vivimos… y no puedes ser la potencia global preeminente si no eres la potencia regional preeminente”. El secretario de Guerra, Pete Hegseth, fue igual de explícito: “El hemisferio occidental es el vecindario de Estados Unidos, y lo protegeremos”.

“Barrio”, “vecindario”, “proteger”: un léxico aparentemente benigno que esconde la misma lógica de siempre. América Latina no aparece como sujetos soberanos, sino como zona que Washington administra, corrige y, llegado el caso, castiga.

En ese contexto encaja la propuesta de Trump de rebautizar el Golfo de México como “Golfo de América”, en el entendido que “América” es Estados Unidos. No es una extravagancia cartográfica: es la metáfora condensada del patio trasero en el siglo XXI. Cambiar el nombre del golfo significa reafirmar la propiedad simbólica del espacio, inscribir el dominio en la geografía –como Taft soñaba con sus tres banderas– y preparar el terreno para una hegemonía militar reforzada. Quien renombra un mar se arroga el derecho de decidir qué ocurre en él, e históricamente nombrar ha sido un instrumento de dominación.

Por eso el gesto nominal se acompaña hoy de un despliegue militar sin precedentes recientes en el Caribe. Desde septiembre, una operación estadunidense ha atacado embarcaciones con el pretexto de la “guerra contra las drogas”, estirando el argumento legal hasta equiparar el tráfico de fentanilo con una amenaza de armas químicas. La escena recuerda otros prólogos de intervención: Panamá, Irak, Libia, Siria.

En la lógica del patio trasero, todo encaja: se castigaría al país con las mayores reservas de petróleo del mundo (Venezuela), se golpearía el símbolo histórico de resistencia (Cuba) y se disciplinaría al aliado incómodo de ambos países (Nicaragua), enviando un mensaje al resto de la región: el corral tiene dueño y el dueño no se ha ido.

Trump quiere controlar el “patio trasero” por cuatro razones: para sostener su pretensión de liderazgo global –no hay hegemonía mundial sin hegemonía regional–, para frenar la influencia de China, Rusia y los BRICS, para asegurar recursos estratégicos y rutas energéticas cuya bisagra es el Golfo de México, y para capitalizar, ante su base interna, el discurso de mano dura contra los insubordinados del vecindario.

La disputa no es sólo semántica: es territorial, militar y política. América Latina puede aceptar el mapa que dibuja Washington –el del patio ordenado desde el Norte– o avanzar hacia otro, en el que la región se piense como sujeto y no como traspatio de nadie.

El reto no es sólo resistir al dueño del corral, sino dejar de ser corral. Y eso implica cambiar algo más que los nombres en los mapas: exige cambiar quién los dibuja.