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La derecha que viene
L

a gradual decadencia electoral y política de la derecha mexicana es un hecho cuyos inicios se pueden rastrear desde el año 2015. A partir de las elecciones intermedias del sexenio de Peña Nieto, la gradual pérdida de votos, electores, audiencias y cargos por elección denotan un fenómeno que, lejos de ser pasajero o coyuntural, hoy parece de índole orgánica y estructural. Se percibe en todos los niveles de la vida política: el intrincado mundo municipal, las gubernaturas de los estados y la esfera nacional. El PRI y el PAN –y más recientemente Movimiento Ciudadano– no han logrado entrever los discursos, los programas y las formas de organización que les permitan representar una alternativa real frente al partido en el gobierno. Ante al poder expansivo de Morena, las fuerzas que gobernaron al país durante más de tres décadas no sólo no parecen capaces de encontrar los hilos políticos que hagan posible su actualización, sino que dan más bien la impresión de haber ingresado en una era crepuscular.

Esto no significa que la parte de la población que colinda con sus identidades haya disminuido necesariamente, sino que sus formaciones políticas, civiles y religiosas han perdido la sensibilidad para mantener su consenso entre ellas.

Como toda fuerza política, la derecha necesita un tema-guía, una suerte de lead a través del cual pueda desarrollar su perspectiva sobre la sociedad. Todo discurso hegemónico pasa necesariamente por una reducción de la complejidad. El fenómeno se puede observar en las derechas ascendentes de otros países: el discurso sobre la economía de Milei, la defenestración del derecho a la diferencia por parte de Bolsonaro, la retórica antimigratoria en Estados Unidos y en Europa.

En el caso de México lo ha intentado, desde 2005, al hacer énfasis en un dilema frente al cual ninguna administración desde el año 2007 ha logrado encontrar una salida: la seguridad, la multiplicación del crimen organizado, el aumento de las desapariciones, la complicidad entre autoridades y delincuentes, y esa guerra de todos contra todos que afecta los rincones de la vida cotidiana. Un dilema que la derecha sólo ha llevado a la palestra pública cuando se trata de fincar posiciones frente a ese heterogéneo conglomerado de fuerzas políticas que, en su momento, reunió el PRD, y hoy en día se agregan en Morena. Durante los 12 años de gobierno del PAN, en particular de Felipe Calderón, el PRI nunca salió a la calle a protestar. Lo mismo el PAN durante el sexenio de Peña Nieto: ningún reclamo sobre la seguridad. Jamás se ha escuchado al PAN llamar la atención a sus gobernadores, como el de Guanajuato, que encabezan las listas –ahora sí que mundiales– de delictividad y corrupción. Todo ello hace aparecer las consignas de la derecha contra la violencia más como un recurso estrictamente de ocasión que como un interés sincero por hacer frente al problema. El discurso político siempre es un tema complejo: difícil hacer pasar, a lo largo de tanto tiempo, un tema de preocupación auténticamente nacional bajo el rubro de una simple consigna política.

El pasado 15 de noviembre, en la movilización convocada por ese anónimo emblema llamado “Generación Z” y algunos personajes tradicionales del prian, el dilema de la violencia volvió a las calles de la ciudad. La manifestación se dividió en dos partes. La primera, que fue el trayecto desde el Ángel de la Independencia hasta el Zócalo, y la segunda, donde un grupo de gente armada con martillos, hachas, lazos y cadenas arremetió contra las defensas que la policía coloca para interdecir el paso a Palacio Nacional. Digo “gente” porque no pertenecían al Bloque Negro tradicional con el que los anarcos suelen enfrentar a las fuerzas del orden en estas ocasiones. El primer trayecto trajo consigo lo acostumbrado: consignas contra el gobierno, las mentadas subidas de tono a la Presidenta, acusaciones por el crimen cometido contra Carlos Manzo –cuya investigación se encuentra en curso–, y sobre todo un sentimiento de ausencia completa de dirección política. Pero ya en el Zócalo hubo innovaciones. La más visible fue la ausencia de templete. ¿Un acto público carente de la toma de la palabra? El espectáculo central sería la violencia misma. Los manifestantes coreando y aplaudiendo las cargas contra los paneles de la policía que impedían el paso a Palacio Nacional. El saldo fue de 60 policías heridos, incluyendo 20 policías mujeres que no llevaban bastón, sólo escudos, y más de una veintena de manifestantes detenidos. Vista desde la perspectiva de ese tipo de manifestaciones, la distancia entre la de 2003 (un millón y medio de gentes) y los reducidos contingentes del 15 de noviembre es notoria. La derecha tiene problemas para legitimar su más antigua consigna.

La respuesta oficial fue poco prudente. La Presidencia puede –y debe– hacer un comentario al respecto. Finalmente, se trata de una postura de la oposición. Pero de ahí a estigmatizar durante una semana previa la manifestación hay un largo trecho y un evidente exceso. Su misión es salvaguardar el derecho a la manifestación y proteger a la ciudadanía de probables actos en su contra. Eso es todo. Lo demás es un asunto que compete a las contiendas de la opinión pública y los partidos políticos.

La pregunta es si la derecha actual, frente a su pérdida de orientación política, está decidida a optar por la ruta del choque y de la violencia.