Domingo 16 de noviembre de 2025, p. a12
En una casa de Massachusetts, Estados Unidos, donde las flores eran más elocuentes que las palabras, una niña pelirroja empezó a entender el mundo como un lenguaje secreto entre pétalos, cartas y silencios.
Esa joven fue Emily Elizabeth Dickinson (1830-1886), quien murió sin publicar un solo poema con su firma, pero se convirtió en una de las figuras más fascinantes y leídas de la poesía universal.
La escritora Flor Aguilera decidió abrir las puertas de ese jardín con el libro infantil Para hacer una pradera, publicado por Cidcli, editorial que este 2025 celebra 45 años.
Ilustrada por la artista argentina Florencia Rigiroli, la obra de 29 páginas narra la vida de la autora estadunidense e invita a conocerla desde adentro: su voz, sus cartas, los juegos con las palabras y una mirada sensible y, en ocasiones, subversiva que desafía normas y expectativas.
“Después de más de dos décadas de trabajo, el libro está listo para encontrarse con sus lectores”, compartió Aguilera con emoción.
La poeta y narradora descubrió a Emily Dickinson mientras estudiaba literatura inglesa del siglo XIX en la Universidad de Toronto. Aquel encuentro marcó su camino de lectora y escritora.
“Desde el primer poema que leí, me enamoré. Tenía un gran sentido del humor, como si fuera una poeta contemporánea nacida en el siglo XIX. Fue algo extrañísimo”, añadió en entrevista con La Jornada.
Ese primer poema dio título al libro: Para hacer una pradera, texto breve que resume el universo poético de Dickinson, compuesto por imágenes claras, referencias naturales y una fe radical en la imaginación.
Aguilera decidió contar la historia de Dickinson especialmente para niños y jóvenes mexicanos porque, aunque la poeta ha sido protagonista de series y películas, “no se conoce su vida real ni su poesía. Se ha mitificado mucho y se han contado muchas mentiras. Para desmontar esos mitos, examiné cartas, biografías y cursé estudios especializados.
“El final de su vida me sorprendió. Se volvió una figura enigmática en el pueblo de Amherst, Massachusetts. Se vestía de blanco, vivía recluida y salía sólo de noche. A los niños les lanzaba dulces desde la ventana, pero casi no hablaba con nadie. Le llamaban ‘la leyenda’.”
Dickinson mantuvo correspondencia con decenas de personas, entre escritores, editores y amigos. Para Flor Aguilera, “el mundo de Emily era amplio, aunque no lo recorriera con los pies, y su lenguaje estaba hecho de flores prensadas y palabras cuidadosamente elegidas.
“Encontré muchas cartas; algunas las incluyo. Quiero que los lectores la sientan cercana, como una amiga que les habla directamente.”
Esta elección narrativa forma parte del encanto del libro. Dickinson no aparece como una figura lejana ni intocable. Propone un picnic en su jardín, revela su apodo, Daisy, recuerda su cabello rojo intenso, las enseñanzas de su madre sobre los nombres de las plantas y el herbario que llenó con más de 400 flores.
La voz emerge como la de una niña curiosa, una adolescente solitaria y una mujer lúcida que encuentra en la escritura un refugio.
“Hay una dimensión universal en su infancia”, afirmó la también ensayista. “Emily hizo amigos mediante los libros y compartía lecturas con su hermano Austin; tenían una complicidad intelectual preciosa. Sus amistades y amores platónicos también nacieron de conversaciones literarias.
“Los lectores jóvenes son muy inteligentes. Busqué un lenguaje que los atrapara, que los motivara a saber más, escribir e imaginar. La poesía está viva en la infancia y la adolescencia; todos tenemos ese lenguaje dentro.”
El texto se apoya en el trabajo visual de Florencia Rigiroli, conocida como Un Floripondio, cuya obra celebra un universo botánico delicado.
“Entendió el tono del texto y el amor de Emily por las plantas. Dibujó un jardín que se convierte en parte de la narración. Sin sus ilustraciones, el ejemplar no sería igual”, puntualizó Aguilera.
“Muchos sentimos a Dickinson viva. A mí me pasó desde que la leí. Creo que sucede con muchos autores del pasado: los sentimos contemporáneos. Me emociona que los niños la conozcan así, desde su entorno, sus cartas, sus juegos y su risa.
“Al final, la poeta estadunidense motiva a que los niños le escriban una carta. Ojalá los lectores perciban a Emily como alguien cercano, con quien pueden hablar y compartir, y que también los inspire a escribir poemas usando el lenguaje que ya habita en ellos.”












