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La autonomía: privilegio y responsabilidad
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ecordamos al incansable pensador y embajador ejemplar que fue Jorge Eduardo Navarrete

“No permitamos que la polarización, y menos aún la tentación del pensamiento único, enturbie las relaciones entre la comunidad universitaria y trate de incidir en sus actividades sustantivas”, subrayó con claridad nuestro rector Leonardo Lomelí el pasado miércoles 29 de octubre, durante la entrega del Premio Universidad Nacional y el Reconocimiento Distinción Universidad Nacional para Jóvenes Académicos.

Desde ahí llamó a la comunidad universitaria a retomar las actividades presenciales “con la convicción”, dijo, “de que la comunidad universitaria unida y mediante el diálogo puede resolver sus problemas y mejorar sus condiciones de estudio y de trabajo”.

El del rector es un llamado claro y firme, respetuoso, un recordatorio del papel que nuestras universidades han jugado en el avance de nuestros países en términos científicos, culturales, sociales; transformaciones que han sido posibles por las actividades comprometidas de varias generaciones de universitarios.

También llamó a no perder de vista la importancia que ha tenido la autonomía –condición necesaria– para que la Universidad desarrolle con libertad sus tareas consustanciales: docencia, investigación y difusión de la cultura.

Carácter fundamental el de la autonomía universitaria y que, al mismo tiempo, por su misma naturaleza es frágil y vulnerable. Tan es así que no han sido pocas las veces, ni las voces, en que se ha buscado introducir en ella “elementos” que la distorsionen o la paralicen; también, someterla a intereses ajenos a su propia organización y forma de gobierno.

Por ello, estoy convencido de que el llamado de nuestro rector debe ser entendido y atendido; debemos cerrar filas, a partir de conceptos como estos, defender la vida democrática de nuestras universidades, reflexionar sobre la(s) forma(s) de articular con eficacia los diversos intereses y voces de los grupos y sectores que nos conforman.

No hay salidas fáciles, mucho menos atajos. La autonomía de nuestra Universidad Nacional es, ha sido, una marcha larga y azarosa. Debemos verlo y entenderlo como un proceso que nos lleve al cultivo cotidiano de nuestras comunidades para ser críticos con lo logrado, inclementes con el apoltronamiento que amenaza con imponer sus nefastas inercias y convertir nuestros quehaceres en páramos desolados donde no pueden prosperar la imaginación ni el ingenio.

La autonomía es, debe serlo, ejercicio permanente de diálogo y reflexión de nuestras tareas y compromisos; la autonomía no es puerto de llegada, sino concepto vivo que cotidianamente nos enfrenta a retos y tareas.

Hacer de la autonomía un ejercicio responsable y respetado es, estoy convencido, refrendar nuestro compromiso con nuestra Universidad y con la educación pública y laica. Es estar dispuestos al diálogo permanente, abiertos al debate, a la crítica y a la autocrítica. Ser capaces de reflexiones puntuales, pero siempre puestas a salvo de la moda o de la sumisión a consigna alguna.

“No permitamos que nadie nos prive de los espacios que el pueblo de México ha confiado a su Universidad para realizar sus funciones primordiales: la docencia, la investigación y la difusión de la cultura. Antes bien, corresponsabilicémonos de su buen uso para estar a la altura de las altas expectativas que ha depositado en nosotros nuestra nación”, como nos propuso el rector.