Editorial
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1968: tragedia y resistencia
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57 años de la masacre de Tlatelolco, el recuerdo de la tragedia sigue siendo tan doloroso como inspirador. Hoy está más claro que nunca el fracaso del régimen autoritario en su intento de extirpar las aspiraciones colectivas de democracia real y una vida pública más justa e incluyente que era, a final de cuentas, la promesa de la Revolución Mexicana, traicionada por cacicazgos y burocracias.

El movimiento sofocado por las balas en 1968 encontró nuevas formas de expresión en las décadas posteriores, desde los grupos guerrilleros aplastados por la guerra sucia hasta el sorpresivo Consejo Estudiantil Universitario de 1986, en el cual nació políticamente la primera mujer en gobernar el país, Claudia Sheinbaum Pardo. El espíritu de 1968 también animó al amplio frente opositor que en 1988 derrotó en las urnas al Partido Revolucionario Institucional, cuando esta formación autoritaria ya había renunciado a las banderas de justicia social con las que se legitimó por mucho tiempo. Como la protesta estudiantil de 20 años atrás, la movilización ciudadana de 1988 expresaba la resistencia de una sociedad que no estaba dispuesta a aceptar el despojo de sus derechos ni la cancelación de sus expectativas de justicia.

El fraude electoral de 1988, operado por el salinismo y convalidado por el Partido Acción Nacional, abrió paso a una aciaga etapa de cogobierno entre lo peor del priísmo y la derecha desembozada. Esa simbiosis consolidó un sistema que, bajo la fachada de democracia representativa, operaba en realidad como un mecanismo de exclusión social. Se construyó un cascarón institucional adornado con órganos electorales, comisiones y tribunales presuntamente independientes, pero cuyo objetivo central no era materializar la voluntad popular, sino neutralizarla y sustituirla con la lógica de los mercados.

Ese poder tecnocrático, que se mostró incapaz de atender el reclamo social, fue en cambio sumiso ante los intereses financieros internacionales y los grandes capitales nacionales, a los cuales entregó recursos estratégicos, bienes públicos y empresas construidas con el esfuerzo de generaciones. El saldo fue una democracia de cartón, en la que se votaba con regularidad, pero las decisiones fundamentales eran tomadas por élites insensibles, corruptas y profundamente alejadas del pueblo.

La tecnocracia volvió a recurrir al fraude electoral en 2006 para impedir la llegada de una opción de cambio. Sin embargo, el país ya no era el mismo. La sociedad, golpeada por el empobrecimiento masivo, la inseguridad desbordada y la ruptura del tejido comunitario causados por cuatro décadas de neoliberalismo, se organizó para rechazar de manera pacífica y multitudinaria a un prianismo en pleno colapso moral. En 2018 se abrió un nuevo periodo histórico en el que, con aciertos y errores, el Estado ha buscado conjugar la democracia formal con su sentido más profundo: la justicia social.

Por supuesto, la tarea está lejos de haberse cumplido y el México por el que dieron su vida los estudiantes de 1968 aún no existe plenamente. Sin embargo, a diferencia de décadas anteriores, hoy el país parece avanzar en la dirección de ese ideal en lugar de alejarse de él. Con las dificultades y contradicciones del presente, existe una oportunidad inédita para retomar las banderas de aquellos jóvenes cuya memoria sólo puede honrarse trabajando para que la justicia y la democracia sean realidades palpables para cada habitante del país.