u misión es dar en el blanco. Es decir, atinarme, y si no a mí, a cualquiera con mi pinta y mi color que se atreva a cruzar la avenida Q. Los edificios y las casas enmudecen mellados, cariados, ahumados, rotos. Los comercios, cerrados. Si acaso en las callejuelas circundantes encuentra uno pequeños puestos que venden cosas de segunda, caramelos, cerillos, alimentos básicos, té, café de garbanzo quemado.
Mi misión consiste en frustrar la suya. Evadir sus disparos de mira telescópica y sensor térmico. Sobrevivir es la misión de todos. El ejército invasor y sus infames milicias nos tienen rodeados y la soga de su cerco no deja de apretarse.
Cruzar hasta la playa parece imposible, es campo demasiado abierto. Los francotiradores están en completa ventaja. De cualquier modo es una carrera inútil, en la playa no queda una sola embarcación para zarpar y escapar. Tan cerca del mar, vivimos en la sequedad absurda de un desierto antinatural causado por las bombas. Entre la avenida Q y la costa, las ruinas dan cobijo contra las bazucas; es donde improvisamos nuestros campamentos.
Cada quien aporta lo que consigue en medio del sitio. Algo de harina, alubias, garbanzos, judías, alguna naranja o manzana, aceite rescatado de los sótanos de las bodegas en escombros. Tachuelas para reparar el sofá que sacamos de una pila de cascajo. Botellas para almacenar y repartir nuestra poca agua. Algún trapo que sirva de cobija. Un par de tenis milagrosamente completo.
Cesaron los misiles hace un par de semanas. No queda mucho qué destruir. Sabemos que tiene bombas de sobra, pero para qué las gastaría el enemigo sobre los eriales a que dejaron reducida nuestra tierra. Los francotiradores nos saben vencidos, su función es mantener vivo el miedo. Y ganar las apuestas que hacen entre ellos. Chocando las palmas dirán: “¿a cuántos les diste hoy?” En otros tiempos se cortaban cabelleras o manos para llevar la cuenta. Hoy llevan la cuenta marcando la culata con plumón o cuchillo. Esas cuentas elevan la moral de las tropas. Y sus francotiradores son auténticos profesionales de la puntería.
Como no los vemos, juegan con nuestros nervios. Fintan para humillarnos. Nunca sabemos si están distraídos, si duermen, si dejaron el puesto para hacer sus necesidades. Vivimos una permanente ruleta rusa. ¿Cruzo o no? ¿Me agacho, trepo, brinco o me arrastro? Ya estuvo bueno. Esta noche correré a la playa para arrojar la presente. Conseguí una botella con tapa.
Al principio respetaban niños y viejos, pero ya ni eso. Disparan a lo que se mueva. Nos quedamos sin perros y tenemos menos gatos. A mitad de la avenida Q, una silla de ruedas lleva días, inservible y abandonada. El dueño, pobre hombre. Jugándose el pellejo, sus familiares lograron recuperar el cuerpo.
Esperamos a que bajen de las colinas y atraviesen la llanura para terminar de liquidarnos o jugar con nosotros, torturarnos por pura diversión. Mi abuela dice que se irán, que ya nada les sirve aquí, que los buitres terminarán su trabajo. Quisiera creerle. Los invasores no quieren nuestras vidas, ésas ya las tienen. Quieren todo. No perdonan que tengamos un dios más piadoso que el suyo, envidian la naturalidad de nuestra lengua, nuestro apego al árbol de la vida, la belleza de nuestros hijos. Pero tienen las balas. Todas las balas del mundo.
No se molesten en responder la presente. Para cuando la lean lo más probable es que me hayan atinado, o que no existan la casa ni el número del remitente. No pierdan su tiempo como yo pierdo el mío escribiendo a ciegas estas líneas. La paz esté con ustedes, hermanos.
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Apostilla: el agorero de Herzog
Dice el agorero Hias en El corazón de cristal (1976), de Werner Herzog: “Igual que los sonámbulos, la gente camina hacia su perdición”. Se trata de una película extraña, literalmente hipnotizada. Los personajes, salvo Hias, suerte de Casandra, actúan hipnotizados; otros que no lo están son los sopladores profesionales de cristal, actuando de sí mismos. La trama transcurre en la Baviera del siglo XVIII, en un ambiente alucinado. La fábrica de cristal de un cierto poblado perdió el secreto de su cristal rubí a la muerte del maestro cristalero. El desquiciado barón dueño de la fábrica se obsesiona infructuosamente en recuperar el secreto y hacer Grande a Su Comarca Otra Vez. La clave está en la sangre de una doncella que, sacrificada, determina la pureza rubí de cada copa.
Hias vislumbra, azorado, cosas que no quiere saber, ni saber de dónde le vienen. Comprende que se trata del futuro, pero no posee control ni responsabilidad sobre sus visiones: “En ese tiempo a nadie le gustaría ser sus semejantes”, prevé. Enhebra como letanía una visión tras otra: “Será el Tiempo del Fin de los Tribunales. Asesinar será sencillo. Quien tenga las manos sin atar será matado y dispararán a la gente desde las ventanas”.
Los pobladores lo culpan de sus desgracias por decirlas, lo golpean y expulsan. Hias remata: “Los campesinos vestirán como la gente de la ciudad, y los de la ciudad serán como monos”.