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(R)encontrar un propósito común
A

penas ayer, recordarán varios, la centralidad del cambio estructural estaba articulada por la promesa de una economía abierta y de mercado que llevaría, se aseguraba, a una nueva y promisoria (re)configuración mundial, a un mercado global unificado y a una democracia liberal centrada en la defensa y promoción de los derechos humanos. Era, sin mayores detalles ni recuentos históricos, el fin de la guerra fría y el triunfo del capitalismo democrático tal y como lo entendían los triunfadores.

Como todo discurso con ínfulas transformadoras de historias y mentalidades, el neoliberal presumía tener las recetas para superar tanto el dilema económico secular entre eficiencia y equidad como la subsistencia y la reproducción de las sociedades, para lo que recomendaba liberar comercio, finanzas e inversiones, así como disciplinar los gastos públicos, dejando a los Estados fuera de cualquier intervención significativa en la economía.

Ahora, el mundo se ve obligado a aceptar que aquella idea de que la sociedad global, de manera lineal y automática, tendería hacia la convergencia en torno a un conjunto de valores universales y hacia la interdependencia económica, financiera, tecnológica, sin considerar los procesos políticos, económicos, sociales y culturales, en particular la redistribución de ingresos y riquezas, resultó ser, en el mejor de los casos, una ilusoria hipótesis de trabajo. El “nuevo orden” del que presumió el viejo presidente Bush derivó en un desorden mayúsculo.

Visto en perspectiva, la ilusión del mercado global como eje de la modernidad capitalista ha sido un mal sueño: en vez de concretarse en una estrategia capaz de organizar el presente para ganar el futuro, la euforia globalista se desentendió de una de las grandes cuestiones de los debates políticos y conceptuales: el vínculo entre la justicia social y la democracia, y dio prelación a los ajustes y calibraciones de la política monetaria y la mecánica electoral sin otorgar a la dimensión social, condensada en desigualdad y pobreza de masas, el trato privilegiado y de urgencia que debe tener en la mirada y programación de la política y de la economía. Omisión que ahora empieza a ser asumida y reconocida desde los más diversos miradores.

El mundo, y nosotros en y con él, necesitamos (re)encontrar un propósito común, ideas renovadas y nuevos equilibrios. Recuperar, por así decirlo, el espíritu de los primeros años de la segunda posguerra, cuando la economía mundial se puso al servicio de objetivos económicos y sociales de reconstrucción nacional e internacional y no al revés. Volver a colocar en el centro de las agendas de los Estados y las naciones los temas de una renovada y compleja idea del desarrollo, con la igualdad y la superación de la pobreza como ejes rectores.

Desde esta perspectiva resulta urgente e indispensable reconstruir institucionalmente la economía y recuperar el papel del Estado en el diseño, el impulso y las políticas capaces de articular demografía y economía, medio ambiente y capacidades productivas, así como el fortalecimiento del marco democrático. “Lo urgente es reparar el puente entre el crecimiento económico y la prosperidad compartida. Sólo así las democracias liberales podrán eliminar las causas socioeconómicas del malestar social y ganar la batalla a las nuevas formas de democracia autoritaria que se avistan en el horizonte” (Antón Costas, “Reparar el puente entre crecimiento y prosperidad”, El País, 21/06/25).

Se trata de abrir brechas hacia cambios estructurales, de recuperar la capacidad, local y global, de alcanzar pactos de largo plazo. Si es que desde el mercado y la democracia liberal se plantea un futuro renovado, no hay otro camino que reconstruir el vínculo con las sociedades y su bienestar mediante la creación de buenos empleos y la mejora y expansión de los derechos sociales mediante la rearticulación y fortaleza de los Estados de bienestar.

La cuestión del presente es, en efecto, la de un cambio sustancial en los regímenes y órdenes de la economía y la política, pero no para resucitar el autoritarismo corriente que se pregona desde la 4T, sino para edificar un auténtico régimen social democrático. Que pueda protegernos, como postuló Beveridge allá por los 40 del siglo pasado, “de la cuna a la tumba”.