n los energéticos incluimos los múltiples recursos y las diversas formas de energía que permiten realizar un trabajo y generar calor o electricidad. Tanto los fósiles que provienen de materia orgánica (petróleo, gas natural y carbón) como los no fósiles (energías solar, eólica, hidroeléctrica, nuclear, geotermia, mareomotriz y biomasa en algunos casos). Asimismo, los no renovables –fósiles más uranio– y los renovables. Pero de acuerdo con su emisión de gases de efecto invernadero o residuos tóxicos serán sucios petróleo, gas natural, carbón y sus productos. Y limpios los no fósiles, a excepción de la leña y la biomasa.
Esto nos permite identificar lo nocivo de los energéticos, sólo considerando sus emisiones de gases de efecto invernadero. Las estadísticas energéticas de emisiones equivalentes de dióxido de carbono sólo indican las producidas en el consumo de fósiles contaminantes, para acceder –en lo fundamental y con formas secundarias de energía– a los múltiples usos finales. Nunca las emisiones anteriores ni las posteriores, que en conjunto conforman la llamada huella de carbono.
En el caso de la electricidad, se identifican las emisiones de los procesos de generación. Así, las llamadas limpias –básicamente las renovables y la nuclear– no generan emisiones que dañen el ambiente. A veces se consideran limpios algunos procesos como la cogeneración eficiente e incluso el gas natural, que en su combustión produce mucho menos emisiones que el carbón, el coque, el petróleo y sus derivados. Por eso se caracteriza como energético de transición. Aunque, por ejemplo, un gas con alto contenido de nitrógeno –como el de Cantarell– no puede ser considerado limpio. Pero en esto hay debate. Como lo hay en el caso de la energía nuclear.
Ahora bien, sólo indico esto de paso a mi comentario central de hoy: la radicalmente desigualdad en el volumen de emisiones de gases de efecto invernadero, estimadas con el dióxido de carbono y sus equivalentes provenientes de otros contaminantes: bióxido de azufre, metano, óxidos de nitrógeno, clorofluorocarburo, entre otros.
En mi perspectiva obligada –visión integral de la economía política– no se vale olvidar la desigualdad. Nunca. Ni su origen, como recomienda Rousseau. Y menos sus consecuencias. Siempre sugiero esto a mis estudiantes de la Facultad de Economía de la UNAM. Y profundizo un poco con ellos lo que llamo datos que nos generan terror y temblor
, sólo citando a san Pablo.
En el caso del desastre climático, el origen del daño es desigual. Y sus efectos son desiguales. De nuevo y con referencia al anuario de la desigualdad climática (Climate Inequality Report 2023), leamos a los especialistas. La creciente crisis climática es impulsada básicamente por las actividades contaminantes de una fracción de la población mundial. El 10 por ciento más rico del mundo emite casi la mitad de las emisiones globales de carbono, 48 por ciento. Y sólo el uno por ciento más rico emite 29 por ciento. La mitad inferior sólo es responsable del 12 por ciento.
Sí, hay una profunda y regresiva desigualdad de países y grupos sociales en la distribución global de las emisiones. Y eso debe estar, entre otro tipo de consideraciones, presente en nuestro análisis y en nuestra visión energética prospectiva. La pobreza y la vulnerabilidad a los riesgos climáticos están correlacionadas y se refuerzan mutuamente. Las regiones de bajos ingresos enfrentan pérdidas agrícolas muy graves, lo que agrava su pobreza y la inseguridad alimentaria, aseguran nuestros especialistas de marras. Y agregan que más de 780 millones de personas en el mundo corren el riesgo combinado de pobreza e inundaciones graves, principalmente en países en desarrollo. Y concluyen con una afirmación terrible. El desastre climático ha profundizado la desigualdad. Y se percibe que, en muchos países, los de más bajo ingreso sufren mayores pérdidas por los impactos climáticos que los más ricos. De veras.
NB Un abrazo a la querida familia de Francisco Carmona Plascencia, apreciado compañero de la Facultad de Economía de la UNAM. Mi cariño y solidaridad plenos.