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Austeridad y humildad
C

uando los funcionarios derrochan recursos públicos para pagarse lujos actúan en la delgada frontera entre indecencia y corrupción, entre una falta moral socialmente repudiable y el delito de privatizar indebidamente un bien que pertenece a todos. Pero es mucho más fácil demostrar la apropiación de un bien tangible (dinero, bienes muebles o inmuebles) que el gasto en frivolidades justificadas por necesidades del cargo. El ejemplo más claro es el del avión presidencial que Felipe Calderón adquirió, con cargo al erario, para su sucesor: un palacete volante de más de 200 millones de dólares cuya capacidad de entre 200 y 300 asientos fue reducida a sólo 80 a fin de hacer espacio para un despacho privado, una sala de juntas y una habitación (de gusto muy motelero, por cierto) con cama king size, baño completo con ducha y hasta un microgimnasio con caminadora.

En cada viaje de esa aeronave el erario era sangrado con facturas de 7 millones de pesos por conexión a Internet, un millón por artículos de limpieza y 181 mil por papel higiénico. Descontando la evidente corrupción implicada en esos gastos, al grupo gobernante del peñato tales cifras le parecían aceptables. También le resultaba normal que cualquier funcionario de medio pelo dispusiera de vehículos, choferes y auxiliares y que se enviara al extranjero a personas que se inventaban cualquier misión innecesaria. Tristemente célebres fueron las giras internacionales de Luis Echeverría y José López Portillo, repletas de cortesanas y cortesanos; las descocadas vacaciones de los hijos adolescentes de Miguel de la Madrid, organizadas y pagadas por el Estado Mayor Presidencial (QEPD); las residencias que la Presidencia poseía en las playas del país, o las pequeñas mansiones que Vicente Fox se mandó construir en Los Pinos (cabañas, las llamó, en ejercicio de soberana hipocresía) para sí y para su familia.

La diferencia entre el viejo régimen y la austeridad republicana que empezó a aplicarse a partir de diciembre de 2018 puede ilustrarse en un sólo dato: si en 2017 la Oficina de la Presidencia gastó casi 4 mil 900 millones de pesos, la cifra correspondiente a 2019 fue de poco más de 721 millones. La determinación de cuidar los dineros de la nación y de no desperdiciarlos en lujos estúpidos fue uno de los factores –junto con el combate a la corrupción, la evasión fiscal y el huachicol– que permitieron financiar los programas sociales y las obras de infraestructura del sexenio obradorista.

La austeridad republicana no pretende obligar a nadie, rico o pobre, a observar un nivel de vida determinado; exige, simplemente, que las tareas de gobierno se ejerzan sin incurrir en gastos frívolos y sin que el desempeño del cargo se convierta en un tren de vida de sultán para ningún funcionario. Por conveniencia discursiva y propagandística, la reacción oligárquica y sus voceros han pretendido hacer creer que este lineamiento conlleva un voto de pobreza personal y obligatorio, para después exhibir como incongruente a cualquiera que propugne o trabaje para la 4T como incongruente en el momento en que sobrepase la categoría de austero o económico en cualquier rubro: restaurante, hotel, tienda, zapatos, reloj, vehículo, sitio de residencia, sin importar que el gasto o propiedad provenga de recursos propios y no de dinero público. Esta manipulación de los hechos no sólo se origina en el afán de golpeteo político y mediático que es, desde hace tiempo, el único proyecto de esos opositores, sino que también denota una rabia clasista porque los nacos se atreven a pisar sitios que hasta hace unos años estaban reservados a la élite dorada (y ladrona) del viejo régimen.

Una vez aclarado este punto, sería deseable que los representantes populares y empleados públicos se abstuvieran por voluntad propia –porque no hay manera ni propósito de obligarlos legalmente– de gastar su legítimo dinero en cosas que sean o parezcan ostentación o frivolidad. Porque, a pesar de la enormidad de los avances sociales conseguidos en los casi siete años de Andrés Manuel López Obrador y de Claudia Sheinbaum al frente del país, aún quedan en él mucha desigualdad y carencias. Además, está en buena medida pendiente la tarea de demoler el sentido de pertenencia y el espíritu de cuerpo de algo que se conoce como clase política y que es, actualmente, un escenario de confrontación entre el decoro y la insolencia, entre la humildad y la frivolidad, entre lo nuevo y lo podrido.