n 1945, cuando los escombros de la guerra aún humeaban, apareció La agonía de Europa, de María Zambrano, un libro escrito entre las llamas de 1940 y 1944, como si cada ensayo fuera un rescoldo arrancado al incendio. Su precisa inteligencia percibió que, bajo esa devastación humana, lo que estaba agonizando era en realidad algo más que una forma de vida o una percepción del mundo. Ese algo trataba de la estructura íntima de una cultura
: el alma de Europa
. En el primer ensayo del volumen, la autora española documenta la metáfora de manera prolífica: La conciencia europea pasó sin tránsito de la ingenuidad más optimista al terror. Terror que, después de la guerra del 14, se ha ido apoderando de todos los resortes vitales. Marea que ha llegado a inundar el alma entera de Europa, dejándola enajenada, sin deseo alguno, incapaz de combate, en mortal quietud, como un pantano
.
Sólo una pensadora que conocía de manera tan certera la religiosidad europea podía intuir que una historia del fascismo debía escribirse como síntoma de un deseo mutilado; una pulsión fallida que, incapaz de redimirse, erige altares a la destrucción. Más que un fenómeno político, Zambrano vio en el fascismo el último ritual de un mundo que, al perder su aura, sacrifica su propia memoria en la espiral del progreso (Benjamin dixit). La pregunta, tan elíptica como la idea misma, es si después de 1945 Europa volvió a saber de su alma
extraviada –esperanza que la misma Zambrano alberga hacia el final del volumen–. No sin ser particularmente torpe, se podría afirmar que, tras décadas de duelo, la fundación de la Unión Europea (UE) en 1993 alentó una posible (e inédita) salida. La conformación de una comunidad plurinacional no bajo un cetro religioso o la mano obcecada de una figura imperial carismática –como había sucedido hasta la fecha–, sino de manera plural y civil, animó la idea de una convivencia que hiciera posible una unidad bajo los principios de la diversidad y la diferencia. Amparada en un ethos social y democrático, fruto de la acción de más de un siglo del socialismo democrático occidental, la formación de la UE debía inyectar fuerzas, bríos y recursos a la creatividad del viejo continente.
A tres décadas de esa fecha, la situación actual se presenta más bien sombría. Desde el punto de vista tecnológico, el mundo de su producción (industrial y de servicios) se estancó en la era ac
(no antes de Cristo, sino antes de la computadora). Hasta la fecha, no cuenta con ninguna plataforma digital que pueda contender con las de Estados Unidos o China. Jamás ha logrado colocar por sí misma un satélite en órbita espacial, en detrimento de su capacidad para contar con una red de comunicación propia. La industria de la automoción eléctrica se le pasó de largo. Con la separación de Inglaterra, perdió el único centro financiero auténticamente global –la City de Londres–. No cuenta con recursos naturales ni tierras raras. Y los costos de su agricultura son elevadísimos.
En el ámbito político, la Comisión Europea –el organismo que dicta sus políticas centrales– es una instancia verticalmente autoritaria, que escapa al escrutinio público, sin contrabalances de poderes y alejada por completo del Parlamento Europeo. Más aún: es una élite de burócratas secuestrada por las redes financieras de Wall Street. Y en el aspecto social, está entrecruzada por el racismo y el desprecio a los inmigrantes de Europa del Este; a tal grado que la ultraderecha ha logrado abrirse camino hasta el poder nacional en Italia, Hungría y Austria; y está a punto de lograrlo en otros países.
Desde 2014, se dejó envolver en la suma de provocaciones promovidas por Estados Unidos que desembocaron en el estallido de la guerra entre Ucrania y Rusia en 2022. Hoy conocemos el origen de esa guerra: impedir a toda costa la mancomunión energética entre Alemania y Rusia a través del gasoducto Nordstream.
Con esta conexión, Alemania habría contado con energía barata y Rusia con tecnologías de última generación. A cambio, con el estallido de la guerra, la primera debió adquirir su gas desde Estados Unidos –tres veces más caro–, y la segunda quedó abrumada y aislada por miles de sanciones. Pero la historia da sorpresas. Al igual que en 1914, y por primera vez después de 1945, el Bundestag alemán tomó la decisión en mayo de este año de romper el techo de su deuda para financiar a su propia industria militar. (Conociendo la historia alemana, ojalá y no se trate de una fecha que la humanidad vuelva a lamentar.)
Hoy se podría pensar que en 1945 el ejército estadunidense no llegó a liberar Europa –como se suele afirmar en los libros de texto de EU–, sino a colonizarla. El acuerdo firmado recientemente por Trump y Ursula von der Leyen, a propósito del fervor arancelario del primero, no es más que un corolario de esta larga historia. Contiene tres partes: 1) 15 por ciento de aranceles a todos los productos europeos y cero a los que provienen de EU; 2) Europa comprará en los próximos años 750 mil millones de dólares (¡sic!); 3) además se compromete a invertir 600 mil millones de dólares (¡doble sic!) en el sistema productivo estadunidense. Si este acuerdo se cumple (lo cual es dudoso) representa la mayor transferencia de riqueza a Estados Unidos desde que el programa Lend Lease dejó a Gran Bretaña en los huesos durante los años 40.
¿Cómo es que el alma de Europa
llegó a este grado de claudicación?