iempre tuve curiosidad por saber de ella y traté de imaginármela numerosas veces. Naturalmente nunca la vi en persona, ni en fotografía. Siendo una voz tan conocida, no tenía nombre ni rostro, pero sí número, a diferencia de una rola temprana de Traffic (“I’m looking for a girl who has no face, no name, no number”, cantaba Steve Winwood con acompañamiento de flauta y clavecín). Su trabajo debía de ser el más agotador y fastidioso del mundo, no acababa nunca, era continuo, sin consideraciones de turno, días de descanso ni dispensas médicas. ¿Cómo hacía para comer, beber, ir al baño? Ahora que lo pienso, pero entonces no se me ocurrió, era una esclava del tiempo. Yo, la verdad, la tenía en alta estima. Agradecía su servicio, su disponibilidad sin cortapisas, su exactitud. Con credibilidad encima de toda duda, siempre estaba en lo correcto.
Me la figuraba de traje sastre, verde oscuro o gris, falda a la rodilla, ni más, ni menos. Cabello recogido, negro. Maquillaje básico. Unos 30 años. Me recordaba a la señorita Rodríguez, mi maestra en segundo de primaria. No iba a resultar una deschongada de esas que empezaban a ponerse de moda, colgadas en jaulas como pájaros, bailando cosas raras en poca ropa, como esclavas de la música, en Orfeón A Go-Gó. No, ella trabajaba sin público, salvo algún asistente. Cual médium surrealista, sentada ante una mesa redonda con un aparato telefónico al alcance de su mano.
Podías llamar a cualquier hora del día o de la noche. Siempre contestaba. Su tono de voz era neutro, pero agradable. Sin musiquita de fondo ni voces robotizadas falsamente melosas o entusiastas, como ahora. Entonces sólo rifaba la voz humana natural, como en la ópera de Francis Poulenc sobre un monólogo de Jean Cocteau o la miniópera de Gian Carlo Menotti, El teléfono. Llamaras adonde llamaras, contestaban personas reales: secretaria, recepcionista, operadora o la persona indicada.
Añádase que la telefonía era inmóvil. Atada a un cable, o dos. El aparato contaba con 10 dígitos que se marcaban, eso, metiendo un dedo en el orificio correspondiente del disco giratorio, llamado dial, y girándolo al tope ubicado abajo a la derecha. Si el aparato era público, demandaba además la inoculación de un 20, el mismo del águila o sol
para volados, el de ya me cayó el 20
.
Ella era la señora del 03. En un ataque de angustia, o instalado al fondo del pozo de la soledad, marcabas dos dígitos tan sólo, el número mínimo aceptado por el Directorio Telefónico, y te contestaba con la hora exacta, minuto a minuto, acatando el dictado del Meridiano de Greenwich. Como en el cine, había permanencia voluntaria, al menos un rato. Y le podías marcar de nuevo para seguir escuchando su voz, decirle tus cuitas, aunque no respondiera, suponiéndola real sabías que te escuchaba.
Contaba con un colega complementario, varón. Su función era despertarte a la hora que le solicitaras marcando al 031. Muy puntual. Pero telefonazos al amanecer nunca fueron mi especialidad, me sacan de onda, el corazón se me alborota. Hasta en los hoteles.
Por lo demás, en términos radiales, también girando un dial, o un botón, la XEQK ofrecía un servicio similar. El señor Luis Ríos Castañeda proporcionaba con exactitud la hora del Observatorio, Haste, la hora de México
. Para alcanzar el siguiente minuto no se repetía sino que anunciaba: Marcos Carrasco rectifica su motor en ocho horas
, Carlos Cerro, el Hombre Bomba
, y cosas así. Si salías de casa y querías que se oyeran voces como si hubiera gente en la cocina, dejabas puesta XEQK, no muy alto. Que sonara el murmullo, sin delatar la voz indestructible del señor Ríos Castañeda, hoy desbancada por los celulares y los relojes omnipresentes electrónicos, o de cuarzo. Ya nadie pregunta la hora. Por cierto, de niño pasaba seguido frente a la Haste, por Mariano Escobedo, y en la esquina había un reloj negro, luminoso en la noche, con la hora de México. Era reconfortante tener la seguridad del tiempo presente.
Nuestra dama telefónica, heredera de aquellas operadoras heroicas que en los viejos tiempos metían y sacaban cables en el tablero conmutador, me parece incomparable. Todas esas funciones las han absorbido máquinas universales y frustrantes, llenas de opciones y preguntas enfadosas o indiscretas. Hacen añorar, con cariño, a la impecable, discreta y digna señora del 03 y su son las ocho de la mañana con 15 minutos, ocho con 15
, y un timbre, antes de recomenzar su mensaje sin fin.