l jueves 15 de mayo se cumplieron 77 años del día de la Nakba, cuando escuadrones sionistas irrumpieron en los hogares de cientos de miles de palestinos para asesinarlos u obligarlos a huir de sus tierras, sobre las cuales se erigió el Estado de Israel. En el aniversario de la catástrofe (tal es el significado de nakba), las fuerzas de ocupación de Israel masacraron a cuando menos 120 palestinos. Al día siguiente, se reportaron 200, mientras el presidente Donald Trump departía con los asesinos. Ayer la cifra ascendió a 182 víctimas mortales, que se escribe con números, pero eran seres humanos.
Como siempre, la práctica totalidad de los muertos eran mujeres, niños, ancianos y hombres sobre los que no hay ninguna prueba o siquiera señalamiento de que fueran combatientes. Afortunadamente, ni un solo civil israelí murió ni sufrió heridas a causa de las operaciones bélicas en este lapso.
Hay que hablar claro. Cuando todas las muertes se producen de un solo lado, hablar de guerra
es un crimen contra la verdad y contra la ética periodística. Cuando de un lado hay una potencia nuclear armada, dotada del armamento más potente que existe y de un aparato de espionaje capaz de exterminar –como el propio Tel Aviv se ufana– a quien desee en cualquier punto del globo, y del otro un pueblo inerme que languidece de hambre, la única descripción posible es la de genocidio.
Desde marzo, en ruptura unilateral de un alto el fuego, el régimen de Benjamin Netanyahu reanudó los bombardeos, volvió a establecer el cerco absoluto a cualquier entrega de ayuda humanitaria y lanzó nuevas incursiones con el propósito explícito de conquistar de forma permanente el último reducto autogobernado del pueblo palestino. Autogobernado, mas no libre, pues incluso en tiempos de lo que en Occidente se percibe como paz, la franja de Gaza se encuentra rodeada por las tropas israelíes, sin que nada ni nadie pueda entrar ni salir salvo con autorización de Israel, que mantiene a los dos millones de gazatíes prisioneros en el campo de concentración más grande y duradero de la historia.
Todos los gobernantes, comunicadores, funcionarios de organismos multilaterales, directivos de organizaciones no gubernamentales y otros actores cuyas voces deberían alzarse en defensa de la legalidad y los derechos humanos saben que los palestinos están siendo exterminados por hambre, lo cual constituye un crimen de guerra continuo, visible en tiempo real día tras día desde hace meses. Si casi cualquier otro gobierno –con la excepción, por supuesto, de los de Washington, que han rozado impunemente este nivel de barbarie en Vietnam, Guantánamo o Abu Ghraib– cometiera la centésima parte de los abusos perpetrados por la ultraderecha israelí, se vería sometido a una batería de sanciones que descarrilarían su economía, quedaría condenado a un ostracismo absoluto, expulsado de todos los foros, y recibiría el repudio universal de medios de comunicación y figuras públicas. Sin embargo, Netanyahu y sus compinches se pasean por el mundo sin preocupación alguna porque los dirigentes occidentales, tan celosos de los derechos humanos cuando las violaciones se cometen en otras latitudes, ignoran las resoluciones de la Corte Penal Internacional y las denuncias de la ONU cuando se trata de proteger a Tel Aviv. A nadie parece importarle que este régimen haya asesinado a más periodistas y trabajadores humanitarios de los que han muerto en cualquier otro conflicto. Nadie parece sentirse impelido a cortar relaciones diplomáticas con quienes llevan adelante el mayor genocidio del siglo XXI. Nadie congela los fondos de Tel Aviv ni frena el tráfico de armas.
Palestina está sola frente a sus agresores, con nada más que la solidaridad de los ciudadanos del Sur global que saben o intuyen que lo que hoy sufre ese pueblo árabe es lo que padecieron los khoi, khoisan, zulúes, xhosa y otros bajo las botas de los afrikáners; los bakongo, luba y mongo reducidos a activos del imperio privado de Leopoldo II; los chinos, coreanos y otros asiáticos usados como conejillos de indias por el fascismo japonés; los cherokees, cheyennes, crow, iroqueses, paiutes y las casi 600 naciones nativas sobre cuyo exterminio se fundó Estados Unidos.