s un gusto entrevistar a la pintora Alejandra Guerrero Abitia en su casa de Coyoacán, porque su belleza abarca todo, y me repito una y otra vez que nunca he visto a un ser tan hermoso. Claro, en el cine vi los ojos de Elizabeth Taylor, la expresión inteligente y cálida de Ingrid Bergman, la belleza de María Félix y la de Dolores del Río, la de Elsa Aguirre, pero Alejandra tiene algo más, algo que nos hace preguntarnos quién es además de la mujer más bella del mundo.
–Soy de Guadalajara y venía con mis padres de vacaciones a México a casa de mi tío Jesús H. Abitia, quien filmó la Revolución Mexicana al lado de Álvaro Obregón. Mi tío era un gran artista, porque abarcó tanto el campo de la fotografía como el de la cinematografía. En Chapultepec fundó Laboratorios y Estudios Cinematográficos Chapultepec y, gracias a él, tenemos como herencia imágenes excepcionales de la Revolución Mexicana...
–¿Al igual que Salvador Toscano, quien filmó Memorias de un mexicano?
–No, mi tío es Jesús H. Abitia. Por desgracia, gran parte de su acervo se quemó, pero otra filmada al lado de su amigo Álvaro Obregón –eran compañeros en la escuela en Sonora– se salvó. Jesús H. Abitia tenía un estudio fotográfico en la calle de Medellín, en la colonia Roma, y su hijo, Jesusito, Jesús, mi tío, primo hermano de mi mamá, lo ayudaba. Ahí, en su estudio, se reunía mucha gente talentosa y simpática, actores y cineastas de los años 50... Yo tenía nueve años y vivíamos en el segundo piso, me fascinaba bajar y ver a quién retrataban. Me encantaba husmear y ver a mi tía Elenita, la esposa de mi tío Jesús, retocar negativos. Tenía una pantalla, un vidrio esmerilado y abajo un foco, y con un grafito largo, largo, se ponía a mejorar narices y orejas. Era un mundo muy bonito y atractivo para mí. Jesusito, mi tío, platicaba con amigos en la salita de espera y me llamó la atención su voz muy fuerte, muy grave. Tenía muertos de risa a todos con su ingenio, y todavía recuerdo cómo estaba vestido: traía un saco de tweed inglés, zapatos de gamuza, pantalón gris Oxford de caída perfecta, elegantísimo y muy simpático; yo creo que todo eso me impactó, aunque a los nueve años no sabes nada de nada.
–Ale, ¿cuándo se vinieron a la Ciudad de México?
–Cuando yo tenía 16 años. Vine a hacer la preparatoria y mi hermana Irma, 10 años mayor que yo, ya había terminado su carrera de medicina.
Irma y Elba Yolanda, mi siguiente hermana, eran muy amigas de Antonio y Joaquín Frausto, oriundos de Guanajuato, ya instalados en la Ciudad de México. Las visitaban hasta Guadalajara, yo chiquilla seguramente los veía muy mayores.
–¿Cuándo conociste a Antonio Frausto?
–Aquí en México, porque Irma, mi hermana, se lo encontró en una Feria del Hogar donde él exhibía todos estos muebles que ahora ves... (Me señala su sala con gesto de bailarina. Observo un sofá y unos sillones de madera muy nobles, anchos y cómodos y me congratulo de estar sentada en uno de ellos.)
“Son creación de Antonio. Él fue quien inició el mueble colonial mexicano moderno en la época en que López Mateos era presidente. Él concibió sofás y sillones, mesas y taburetes. Tenía mucha idea de la proporción, del volumen, fue empírico, porque no estudió, pero era gran arquitecto de dedo y el mismo decía: ‘Yo soy arquitecto de dedo, súbele, bájale, córtale’.”
–Ale, esos muebles también le gustaron mucho a Gabriel Figueroa y a Pablo González Casanova, el rector de la Universidad Nacional Autónoma de México, así como a Guillermo Haro...
–En los años 60, Antonio se fue a vivir a Taxco, y allá creó muebles para su estudio. También hacía joyería fina de oro y brillantes que contrastaban con las joyas de plata que se vendieron muchísimo en Taxco.
–¡Qué creativo!
–Era la época de William Spratling, quien destacó por su creatividad. Los creadores de joyas se hicieron famosos, entre ellos los tres Antonios: Antonio Pineda y Antonio Castillo, grandes plateros, y Antonio Frausto, gran diseñador de muebles mexicanos.
–Recuerdo que vi esos muebles en casa de muchos intelectuales, pintores y críticos de arte, como Luis Cardoza y Aragón...
–Sí, Antonio los exhibió por primera vez en una Feria del Hogar y no sólo los lanzó, sino que triunfaron en grande. Mi hermana mayor, Irma, visitó la feria y ahí lo conoció, se hicieron amigos e Irma le compró todos sus muebles para un departamento en la colonia del Valle. Esos mismos muebles los llevamos a la Condesa, cuando nos mudamos. Ahí empezó mi relación con Antonio y me di cuenta, en ese momento, de que algo se cimbraba dentro de mí cuando lo veía, y me acordé que a los nueve años lo había conocido, y aunque nunca lo volví a ver, su figura y su voz se me quedaron grabados.
–En francés se llama coup de foudre, golpe de rayo, cuando alguien te impacta a ese grado
–De ahí empezamos a salir con mi hermana médica Irma. Antonio era muy artista y a mí me gustaba todo lo que tuviera que ver con la pintura, la escultura... Empecé a pintar en el bosque de Chapultepec, en unas clases gratuitas al aire libre que daba el gobierno. Te proporcionaban una suerte de caballete, tú llevabas un cartón o una tela y pinté lo que veía, los árboles, el lago, las plantas. El maestro me señaló: Tú deberías de ir a estudiar a La Esmeralda
. Fui y me aceptaron, y entré, pero sólo asistí un año, porque me casé con Antonio.
–Te enamoraste…
–Sí, pero nos veíamos de vez en cuando. Él tenía una tienda en Insurgentes Sur, Artesanos de México, que mantuvo 46 años, y luego en la Zona Rosa, en la calle de Londres. Mi vida ha sido de relación con los muebles y con quienes los hacen: los artesanos.
–¿Pudiste seguir pintando después de tener tres hijos?
–Lo hice de vez en cuando, porque los cuidé tiempo completo: Lucía, la mayor, madre de Cris, vive en La Paz, Baja California; luego, Antonio, arquitecto, quien vive en París y allá tiene tres hijos, y finalmente Alejandra, la más pequeña y la única que vive aquí. Antonio y yo tuvimos seis nietos.
Antonio murió en 2020 en La Paz, huyendo del covid, porque creíamos que a nivel del mar la vida es otra. Mi hija tiene una casa en el desierto, un paraíso, no oyes un solo ruido, ves el mar y la naturaleza. Esa naturaleza es la que me ha inspirado, las plantitas más insignificantes que nadie ve son las que me atraen, como los insectos fantásticos que tienen muchas patas y cara de humano y que ahora exhibo en una exposición, la quinta de las que he hecho. Fíjate que la primera de paisajes bucólicos del Cofre de Perote la hice en casa de unos amigos; de ahí salté al Franz Mayer y me pidieron que pintara a Cuauhtinchán, lugar histórico y precioso en Puebla que tiene el retablo más grande de América Latina en un convento del siglo XVI. Pinté nopales en sus muros porque la más insignificante hojita tiene mucho que dar, un diseño único que el hombre nunca va a igualar.
–¿Has pintado la flor del quiote, que da su último grito al cielo antes de secarse?
–El agave se muere cuando sale el quiote, pero su flor es más hermosa cuando abre que cuando se seca. Hasta se le suben los tlacuachitos o alguna zorrita a comerse la miel y bajan borrachitos de aguamiel. Tuve una exposición en París, todo se vendió.