o dijo el ingeniero Víctor Suárez Carrera, subsecretario de Autosuficiencia Alimentaria de la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural (Sader): en México existe un neolatifundismo que se manifiesta en la mercantilización del agua y los acelerados procesos de acaparamiento de concesiones sobre ella en pocas manos, lo que convierte al líquido en un recurso para la desigualdad, la depredación ambiental, la dependencia alimentaria y el deterioro de la salud, en lugar de ser un derecho humano, como lo asienta el derecho internacional, que nuestro país se comprometió a reconocer y garantizar desde la década de los 60, es decir, hace más de medio siglo. Esto, lo dijo el mismo funcionario, ha sido posible por lo laxo de la Ley de Aguas Nacionales, aprobada en 1992, y la corrupción que permea la administración y gestión del agua.
La misma Comisión Nacional del Agua (Conagua) ha reconocido que existe una sobreconcesión del agua en el país, olvidándose de su carácter de derecho humano. De acuerdo con los datos aportados por la institución, a la fecha existen 517 mil concesiones que amparan 70 por ciento, que está en manos de sólo 2 por ciento de los beneficiarios, que son grandes capitalistas dedicados a comercializar el agua, o bien la dedican a actividades que producen mercancías para la exportación. Los datos no son novedosos, existen muchos estudios que ya los mencionan, así como sus efectos nocivos en la población. Lo interesante es que lo digan funcionarios del gobierno, quienes son los responsables de que las cosas cambien. Ese es el problema.
Uno de los aspectos que urge cambiar es la legislación sobre el agua, para superar su carácter mercantil por otro que la mire como derecho humano. Ha pasado más de un siglo desde que el gobierno mexicano firmó el Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, comprometiéndose a legislar para reconocer y hacer que ese derecho pudiera ser ejercido por su población. Fue hasta febrero de 2011, hace 10 años, que se reformó la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos para incluir en ella este derecho, que debería traducir en el acceso, disposición y saneamiento de agua para consumo personal y doméstico en forma suficiente, salubre, aceptable y asequible para todos. Para que eso sea posible el Estado debe reformar sus instituciones, la participación de los tres órdenes de gobierno y de la sociedad en la administración del agua. Y para lograrlo hay que cambiar la actual Ley de Aguas Nacionales.
Desde hace 10 años debió aprobarse una nueva ley que regule el uso y administración del agua, cosa que hasta la fecha no se ha hecho, porque, como dijo la subdirectora general de Administración del Agua, el vital líquido fluye hacia el poder económico, es decir, hacia las zonas residenciales e industriales, mientras las zonas populares y marginales se quedan a la deriva
. Para ello los dueños del dinero que hacen del agua una mercancía cuentan con organizaciones como la Asociación Nacional de Usuarios de Riego, la Asociación Nacional de Empresas de Agua y Saneamiento y el Consejo Nacional Agropecuario para lograr sus fines. Con ellas coincide mucho el Consejo Consultivo del Agua, que debería ser un organismo imparcial, pero que también ha venido oponiéndose a las iniciativas que buscan una reglamentación del agua como derecho humano, particularmente la iniciativa ciudadana.
De lado de los ciudadanos y organizaciones que empujan la regulación del agua como un derecho humano se mueven en muchas pistas, aunque a veces de manera lenta, por motivos organizacionales, pero también por efecto de la pandemia, que impide la concentración de ciudadanos para expresar sus propuestas. Dentro de las pistas por donde transitan las propuestas populares es de destacar las movilizaciones, como las circunstancias lo permiten, pero también las vías judiciales. Algunas comunidades han comenzado a interponer amparos contra la omisión legislativa, alegando que viola su derecho reconocido tanto en la normativa internacional como en la Constitución federal. Tanto el reconocimiento de funcionarios federales de la problemática generada por la actual ley como la demanda social para que se subsane la omisión legislativa deberían ser razones suficientes para que los legisladores cumplieran sus obligaciones.
Pero la posibilidad de que los legisladores cubran su omisión se ve cada día más lejana. Muchos de sus integrantes representan los intereses de quienes se benefician con la actual situación; otros sucumben a sus presiones y los que no, en estos tiempos electorales, andan ocupados en relegirse. Por eso se requiere que el electorado también los presione y les cobre la factura. Sólo cuando su inacción tenga un costo político es probable que cumplan con su deber.