Imaginé
uerido amigo:
Sucedió otra cosa que nunca pensamos ver: por primera vez en cientos de años, como medida precautoria para evitar contagios, los panteones permanecerán cerrados el uno y dos de noviembre. No quise que interpretaras mi ausencia como olvido y decidí ir a verte, aunque fuese de manera imaginaria.
Traté de imaginar el cementerio vacío, la quietud de los senderos desiertos, los charcos que sobrevuelan los insectos, los ángeles de mármol y la sombra que derrama sobre tu sepultura ese árbol generoso que te regala el canto de los pájaros que anidan en su copa, las hojas que se desprenden de sus ramas cayendo sobre la fisura que cruza tu nombre cercado por dos fechas: principio y fin.
Como si estuviera leyéndolo otra vez, pronuncié en voz baja el epitafio que hice tallar sobre la losa que te aísla. No fue fácil dictársela a Chagoya, el lapidario, un hombre tan de piedra como la piedra misma que trabaja. Físicamente se te parece en algo y, como tú, no derrocha gestos ni palabras. Sólo penetra su mutismo la música que interpreta con su cincel y con su marro.
Estoy casi segura de que a Chagoya lo vi por primer vez aquella mañana en que me llevaste al cementerio porque necesitabas con urgencia acercarte a tu madre, enterrada mucho antes de que tú y yo nos hiciéramos amigos. Me la describiste tantas veces que acabé por sentirla como una persona más que cercana, familiar. Por lo que me has contado pienso que toda ella cabe en su nombre: Gracia.
II
En las muchas ocasiones en que he ido a visitarte siempre me detuve a saludarla. La última vez le pedí ayuda a un aguador para regar las plantas que adornan su sepulcro. Luego, ya sola, me puse a hablar con Gracia acerca de nosotros. Le describí nuestro paseo final, nuestra comida larga y celebratoria de la amistad y la reconciliación después de un pleito absurdo al que siguió una larga etapa de distanciamiento y silencio que hizo peligrar nuestra relación.
Entonces –le confesé a Gracia– sentí como si te hubieras ido para siempre, sin imaginar que eso iba a suceder muy poco después, en la realidad. Pese al tiempo transcurrido desde tu muerte aún no acepto tu ausencia. Es tal mi rechazo que a veces, cuando suena el teléfono, estoy segura de que eres tú quien llama y te saludo en los términos de siempre. Enseguida oigo otra voz. Eso me decepciona y me enfrenta a la realidad sin escapatoria posible. Hay ausencias que nos dejan desamparados, hundidos en el vacío que deja el que se va.
III
No tengo que esforzarme para recordarte, porque siempre estás presente en lo que hago y en cuanto me rodea, hasta en algunos muebles. El sillón de brazos muy amplios sigue siendo tuyo y cuando lo ocupo pienso: Voy a sentarme en su sillón.
El perchero en el pasillo aún es para tu abrigo y en la mesa lateral permanece la mascarita de obsidiana que tenías sobre tu escritorio y que me regalaste una tarde. Para mí ese objeto pequeño es sagrado, mágico.
Sigo viviendo en la casa que tanto te gustaba, sólo que le temías a la escalera empinada, torcida y muy angosta en dos tramos. Muy seguido, sobre todo en la primera etapa de tu enfermedad, me decías que el sólo hecho de mirarla te causaba angustia y temor por mí. Varias veces me hiciste prometerte que al bajar o subir me aferraría con fuerza al barandal para evitar una caída.
Juré que seguiría tu consejo y lo he cumplido en todo momento; la prueba es que hay algunos trechos de la barandilla donde la pintura ha comenzado a desgastarse. Desde que no puedo salir –voy para siete meses de aislamiento– me fijo más en ese detalle y, por increíble que parezca, siento que tu mano se apoya en la mía para darme mayor seguridad. La ilusión se prolonga sólo mientras subo o desciendo por las veintidós gradas que te producían desazón y por las que cada vez me desplazo con mayor lentitud. Es culpa de los años.
¿Cuántos cumplirías este noviembre? Ocho menos de los que tendré siempre. La diferencia de edades no obstaculizó nuestra relación, pero a veces me provocaba cierta inseguridad y desconfianza de otras mujeres, a quienes veía como enemigas y posibles usurpadoras de mi sitio a tu lado.
IV
Durante la visita virtual
que te hice me conmovió pensar que durante los primeros días de este noviembre todos los difuntos permanecerían solos, envueltos en un silencio acrecentado por la falta de rezos, de música y el rumor de esas conversaciones en que los deudos –entre suspiros y lágrimas– convierten en cualidades las fallas del difunto, añoran sus desplantes y lo disculpan de sus vicios. Pero al fin se agotan las emociones, el interés se diluye y ante el epitafio tallado sobre la piedra se ofrece al muerto constancia en el recuerdo y una visita próxima que tal vez se postergue hasta el siguiente noviembre.
En medio de todo lo terrible que está sucediendo, aunque parezca increíble, hoy me siento tranquila y satisfecha. A pesar del cierre temporal de los panteones pude hacerte una larga visita imaginaria. El confinamiento no me impidió tender, como siempre, la ofrenda de muertos. En ella puse ramos de cempasúchil (se los compré por la ventana a una mujer que llevaba en la espalda un canasto del que llovían pétalos amarillos), panes, recipientes con sal, vasos con agua, cigarros, café, una botella de mezcal y veladoras. Faltaron las celosías, esas flores rígidas, tan misteriosas que parecen de terciopelo morado.
En mi ofrenda distribuí los retratos de los seres queridos que desde hace tiempo se volvieron ausencias, pequeños objetos personales que cuentan momentos de una vida y en un sitio especial coloqué la mascarita que me regalaste. Te confieso algo: me gustaría que pudieras ver mi altar. Está inundado por el embriagante aroma del cempasúchil, el brillo de las flamas y la intensidad de los recuerdos: ninguno tan grato como el tuyo.