omo la mayoría de eventos culturales, los festivales de cine han tenido que afrontar, en estos tiempos de pandemia, desafíos y dilemas inesperados. Aparte de asumir la respon-sabilidad de ofrecer una programación óptima, se trata ahora de garantizar las mejores condiciones de seguridad sanitaria tanto para sus organizadores como para los asistentes. De manera prudente, algunos festivales han optado presentar en línea el conjunto de su programación, esforzándose en facilitar al máximo el acceso de los visitantes a cada una de las propuestas fílmicas. Esto ha tenido como consecuencia democratizar una oferta artística que antes solía estar sólo al alcance de quienes podían desplazarse, con invitaciones o mediante economías propias, de un país a otro, de una ciudad a otra, para ser parte, por espacio de 10 días, de un mundo encantado en el que se disfrutaba, por un lado, el roce fugaz con el glamour de las grandes estrellas y, por el otro, el privilegio de ser el primero en ver las películas más esperadas del año.
Los festivales han cumplido, naturalmente, una función más importante. Han sido y siguen siendo la mejor plataforma para difundir y promover el trabajo de nuevos cineastas y la permanencia en la mira pública de las obras de realizadores ya confirmados. Muchos espectadores ignoran, por ejemplo, que detrás del disfrute de cualquier película notable, de algún documental necesario o de una propuesta marginal e independiente, existe la labor intensa de los distribuidores y exhibidores que frecuentan los mercados en los festivales para negociar los derechos y las condiciones óptimas para la circulación mundial de una película. De igual modo es importante la presencia en esos festivales de periodistas y críticos de cine cuya responsabilidad es valorar y comunicar en sus medios la trascendencia y calidad, o el mérito escaso, de las cintas en competencia. Comúnmente se percibe a un festival internacional de cine, de la talla de Cannes, Berlín o Venecia, como un gran escaparate de transacciones mercantiles o como la gran feria de vanidades en la que cualquier mortal puede tener derecho a sus 15 minutos de fama. Un emporio de sofisticación y frivolidad del cual se desprenden, a capricho y a cuentagotas, las mejores realizaciones fílmicas del mundo.
La contingencia sanitaria actual y sus continuas amenazas de confinamiento y toques de queda han puesto en jaque a todos los festivales de cine, vulnerando de modo especial a los más pequeños y sin recursos suficientes para sobrevivir en la crisis interminable. Una de las estrategias para mantener vivo a un festival ante el peligro de posibles contagios masivos, ha sido ensayar la fórmula de funciones híbridas (parte del programa en transmisión en línea, otra parte en proyecciones presenciales), procurando que las plataformas digitales ofrezcan un acceso fácil a una parte de la programación y garantizando al máximo la seguridad sanitaria de quienes finalmente optan por asistir a las salas de cine para disfrutar en ellas la totalidad de la oferta fílmica en pantalla grande. Resulta evidente, a estas alturas, que la evolución de la pandemia decidirá hasta qué punto será posible mantener el equilibrio de esta apuesta por lo híbrido. Un tránsito siempre posible a un estado de alerta máxima, inevitablemente inclinará la balanza hacia las proyecciones exclusivamente digitales, mientras un fenómeno contrario, el avance hacia el control de la pandemia, favorecerá la asistencia a las salas y el retorno a las formas tradicionales de disfrutar el cine.
Algo queda finalmente claro: después de esta pandemia los festivales de cine podrían no volver a ser lo que antes fueron. Podrían haber aprendido, cabe esperar, a responder de modo más incluyente y eficaz a las necesidades de un público muy diverso y cada vez más atento a cambios tecnológicos que favorecen la democratización del espectáculo. De igual modo podrían volverse aún más obsoletos los códigos y rituales que habían transformado a muchos festivales en cenáculos elitistas, onerosas pasarelas del glamour efímero, ociosas extensiones de una página de sociales. Toda esa parafernalia ostentosa con la que siempre se arroparon los grandes festivales de cine se encuentra en un estado de crisis. La tradicional alfombra roja se volvió súbitamente un cordón sanitario. Y lo que hasta la fecha permanece inalterado es el entusiasmo y vigor de cineastas jóvenes y creadores veteranos en busca de alternativas novedosas para difundir y promover sus trabajos. En este contexto, los festivales podrían verse orillados a un inhabitual ejercicio de autocrítica que les permita cumplir cabalmente, durante la pandemia y después de ella, con el lado más noble de su función cultural: promover con imaginación el mejor cine y ponerlo al alcance del mayor número posible de espectadores. En ello les va hoy la supervivencia.