ara empezar, debo decir que no estoy en favor de proponer, de postular a nadie, ni mucho menos, directa o indirectamente, a mí misma, a ningún premio ni reconocimiento alguno, pues sé muy bien que para poder aspirar a que mi propuesta, mi postulación tuviera éxito, aun ante mí misma, tendría que saber cómo hacerlo, es decir, cómo pedir, cómo proponer, incluso, cómo pedir, cómo proponer, que otro pidiera o propusiera por mí, y la escueta realidad es que con toda conciencia sé que no cumplo con este requisito, que en la conformación de mi identidad no aparece este don, esta característica, esta habilidad. Sencillamente, no sé cómo pedir, no sé cómo proponer, no sé cómo postular, de manera que mi petición, mi propuesta, mi votación, por más fundamentada que pudiera ser, tuviera el mínimo indicio de ser eficaz, de conseguir, de alcanzar su cometido.
Para continuar, igualmente debo admitir que el tajante principio con el que parten estas líneas, el de declararme en contra de proponer, postular a nadie, ni mucho menos, directa o indirectamente, a mí misma, a ningún premio ni reconocimiento alguno, en realidad se trata de una conclusión a la que no llegué sino tras una serie de experiencias, sin excepción desafortunadas, que me llevaron, dolorosa o vergonzosamente, o dolorosa y vergonzosamente, a enunciarla.
En busca de mi propia tranquilidad, registraré aquí la naturaleza de las desdichadas experiencias a las que me refiero, determinantes para que me atreviera a sostener mi decisión de no hacer, de ni siquiera intentar, nada para lo cual no esté yo preparada, nada que ponga de manifiesto mi incompetencia ante ningún fin. Aun cuando no pretendo identificar a las instituciones ni a los personajes a quienes alguna vez me tocó proponerles algo, ante quienes alguna vez sometí mi voto, a quienes alguna vez me acerqué para pedirles algún reconocimiento para otros o, ni modo, para mí misma, me parece que en cambio sí valdría la pena describir las circunstancias de la petición fallida, si no por otra razón, simplemente para que conste, ya que no contemplo, tampoco, que el posible lector aprendiera de mi experiencia y se contuviera de pretender lograr nada, absolutamente nada, para lo cual no esté cabalmente capacitado.
Qué mal, qué equivocadamente, traté de fundamentar la candidatura de un poeta para una beca importante que él, aparte de que la mereciera, la necesitaba para subsistir. Mi incredulidad ante la ausencia de apoyo, ante la indiferencia del resto del insensible jurado fue tal que, desesperada, tras hacer énfasis en la calidad de su poesía y no lograr ni así la reconsideración de los demás jurados, lo califiqué de santo. O para qué acepté proponer a un novelista a una prestigiosa beca internacional a sabiendas de que los argumentos que di, por justificables que fueran, al ser yo quien los firmara carecían absolutamente, por lo menos en el plano internacional, de significado.
Cuando supe que Equis había sido nombrado jurado de un premio internacional de novela, tras felicitarlo, le pregunté si podría contar con que considerara la novela que acababa de terminar. Me pidió que lo llamara para que me dijera a quién enviársela de los convocantes. Al día siguiente lo llamé. Contestó, pero la llamada se cortó. Volví a marcar, una y otra vez, sin lograr que él, o nadie, volviera a contestar.
Que un crítico me anunciara que la Universidad de cuyo cuerpo formaba parte me iba a hacer un homenaje no recuerdo bien por qué razón, me animó a pedirle que me propusiera para el Premio Nacional de Literatura, cuya convocatoria acababa de recibir oficialmente, con la indicación de que, como candidata posible, debía cumplir con el requisito de solicitar, a alguien de la lista oficial de instituciones, personajes, empresas o medios inscritos como postulantes, que me propusiera. A pesar de mis expectativas, el crítico me informó que la Universidad ya tenía candidato, sin necesidad de ningún homenaje que lo acreditara.