Donde las recordamos están nuestras difuntas
oy es día de adornar el altar con papel picado y colocar el camino de cempasúchil, también de llevar al panteón la botella de ron, mezcal o pulque, y de preparar las carnitas, o hasta una de esas sopas que se venden en vaso de unicel, siempre y cuando se trate de las bebidas y comidas preferidas en vida de la difunta. No hay que olvidar llevar la cajetilla de esos mismos cigarros que, seguramente, contribuyeron a que la finada llegara a ese destino final del que nadie escapa, llamado muerte, al que en México celebramos como en ninguna otra parte del mundo.
Las muertas recorren cada año un largo camino para llegar a su querencia natural, trayecto que para Catalina Suárez, primera esposa de Hernán Cortés, no fue extenso en su primer día de muertas como difunta, pues ni tiempo tuvo para alejarse de este mundo una vez que dejó de respirar. Murió hace 498 años, el primero de noviembre de 1522, en circunstancias más que extrañas sospechosas, y que sugieren que la pérdida de su vida se trató del primer feminicidio cometido contra una española en México.
Catalina Suárez Marcayda nació en Sevilla a finales del siglo XV. Huérfana de padre, embarcó con su hermana y madre en dirección a Cuba, lugar en el que por ser peninsulares, y de no mal ver, tenían asegurada una posición más favorable de la que gozaban en España. Doña Catalina desembarcó en Cuba y rápidamente causó notoriedad entre los españoles que en ella vieron la posibilidad de encontrar esposa y dejar descendencia criolla en los territorios conquistados y por conquistar.
Catalina Suárez Marcayda cayó en blandito en su nuevo destino debido a que su hermano Juan se había unido a Diego de Velázquez en la conquista de Cuba, y estableció ahí una destacada posición social y económica, además de entablar amistad con importantes personajes, entre ellos Hernán Cortés que, además de ocupar altos cargos, ya iniciaba un próspero negocio de cría de vacas y caballos.
Juan presentó a Catalina con Cortés quien, para entonces y justificadamente, tenía fama de mujeriego. El extremeño cortejó a la joven con grandes promesas que, una vez triunfador en su estrategia seductora, quiso –como era su costumbre– evaporar. A diferencia de sus experiencias amorosas anteriores, en aquella ocasión Hernán no pudo escapar de sus juramentos debido a que el gobernador de la isla, el mismo Diego de Velázquez, lo llevó casi de las orejas al único lugar en el que se podía evitar la deshonra de la damisela engatusada con los ofrecimientos que Cortés no pudo redimir: el altar.
Al poco tiempo de haber contraído matrimonio, Cortés partió, en medio de mentiras e intrigas, a emprender la Conquista de México y, una vez consumada, decidió ubicar su residencia en Coyoacán, lugar en el que gustaba de promover las bondades del mestizaje a través del ejemplo. Catalina no tardó en enterarse de las hazañas de su marido, incluida la estrecha relación que mantenía con la Malinche, y decidió, en el verano de 1522, embarcarse a México .
El primero de noviembre siguiente Cortés organizó un festín para agasajar a su señora esposa, para ello encargó barriles del mejor vino, mandó matar animales para hacer un asado y hasta se las ingenió para formar un grupo de músicos. Cuando todo parecía ir bien se inició una discusión entre Cortés y Catalina, quien, al parecer, ya se había enterado de que la Malinche esperaba un hijo del conquistador. A los pocos minutos la señora se retiró a sus aposentos bajo la excusa de que no se sentía del todo bien, dejó ahí el asado, los vinos y a Cortés con sus amigos, evidentemente desairados ante tanto preparativo.
La ausencia de la señora de la casa condujo a que la cena se convirtiera en fiesta y a que las barricas de vino bajaran su nivel hasta el fondo. Ya entrada la noche, desde la habitación de Catalina Suárez se escuchó un grito del conquistador pidiendo ayuda: su esposa había muerto. Los médicos determinaron que la causa del fallecimiento había sido natural y resultado de su frágil salud, pero para su servidumbre no pasaron desapercibidos los moretones que la difunta tenía alrededor del cuello.
Mucho se habló, aunque siempre en secreto, sobre la posible responsabilidad de Cortés en la muerte de su esposa. La familia de Catalina continuó manteniendo una buena relación con él aunque, años después sin éxito alguno, María Marcayda, madre de Catalina, emprendió una diligencia legal contra el conquistador para que repartiera a la familia de su hija lo que como esposa le hubiese correspondido de sus riquezas.
Cuatrocientos noventa y ocho años después de la muerte de Catalina Suarez, presuntamente a manos de su esposo, se registran en México miles de feminicidios que, como aquel, tienen aún pendientes la verdad y la justicia. Hoy que, como cada año, recordamos a nuestras muertas tememos, como todos los días, que las vivas sean víctimas de la terrible violencia en contra de las mujeres que continúa siendo uno de los grandes pendientes sin resolver en nuestro país.