ás que contrahecho, nuestro federalismo ha sido desfigurado por décadas o siglos de centralismo embozado o abierto. Al pasar sin el menor cuidado de la descentralización a la autonomía de los gobernadores, más que la de sus gobernados, la un tanto mítica figura originaria que vivía bajo tierra fue puesta en la plaza pública sin la menor consideración sobre sus capacidades de recepción y potencialidades de desarrollo.
En medio, y olvidados, quedaron varios diseños interesantes como pasó con las cuencas hidráulicas y sus comisiones, auténticas iniciativas desarrollistas que buscaban acoplarse al entorno político regional y central y gestar algún tipo de resiliencia que pudiera ser punta de lanza para proyectos benefactores en la irrigación, la generación de energía o las infraestructuras de todo tipo.
El general presidente Lázaro Cárdenas encontró en las comisiones del Tepalcatepec y del Balsas ecos de tiempos de reivindicación social y étnica de su gobierno y otros muchos mexicanos, varios ingenieros que emprendían la construcción del país, la pavimentación de México
, me dijo alguna vez Carlos Monsiváis, abrieron brecha en selvas y montañas, en el Papaloapan o el Grijalva, el Fuerte, Mayo o el Yaqui. Tiempo atrás, una Comisión Nacional de Irrigación había empezado a marcar el largo camino de esa construcción.
El federalismo no produce por sí solo descentralización del poder y expansión productiva y sí, en cambio, puede generar espejismos que impidan asumir los déficits de instituciones y cultura política desde los cuales se busca recibir ese poder. Con todo y los avanzados acuerdos de coordinación fiscal fraguados por el secretario de Hacienda David Ibarra y lo sembrado años antes por Carlos Tello desde la Subsecretaría de Ingresos de Hacienda, los huecos eran muchos.
Había que rellenarlos o, de plano, reconstruir el entramado de gobernanza sobre el cual se pretendía fincar un nuevo orden basado en la pluralidad local, pero articulado en torno a propósitos nacionales.
El mandato democrático, según sus voceros, había sustituido al reclamo social y todo era cuestión de apurar una transición votada más que pactada. A esto se dedicaron partidos y legisladores, mientras que la construcción de las bases políticas y económicas para un federalismo eficaz quedaron en el olvido. Los esfuerzos por analizar y hasta inventar el gobierno local como paradigma de compañía de la transición quedaron en la memoria de muchos, pero lo que en verdad ocurrió es que Gil y Fox maicearon
a los gobernadores con los excedentes petroleros, quienes a su vez apantallaron al respetable con obras de relumbrón, de cuestionable utilidad pública.
Los panistas pidieron resguardo federal y cargaron al IFE con tareas que más le correspondían a una guardia nacional y lo volvieron INE, desde donde se encargaron de sacar el buey de la barranca sin darle a los estados la dignidad y fuerza requeridas para los fines de una forma de gobierno. Los congresos locales se regodean en su escasa eficacia y ninguna eficiencia y los asuntos de fondo, como las finanzas públicas, los municipios, la asignación y programación siguen bajo la bruma.
No pienso que la más reciente alharaca de los federalistas
tenga una explicación electorera, como han reiterado el Presidente y sus amigos. Hay en el país y los tres órdenes de gobierno verdadera angustia financiera, pero no por la deuda, sino porque lo que hay no alcanza para atender a la población en su seguridad, su salud y su sustento. De esto deberíamos estar hablando, en vez de seguir pretendiendo jalar un presupuesto que, dadas las contrahechuras fiscales del Estado, no puede sino ser pírrico.
Es grotesco el reclamo por una bolsa de migajas. Primero hay que incrementarla sustancialmente para luego revisar las formas adoptadas para su reparto y no al revés. Hablar del pacto fiscal, para no mencionar el federal con el que también han fintado algunos, sin referirse a la penuria tributaria y en general financiera dadas las actitudes numantinas adoptadas por el presidente López Obrador y sus niños héroes, es demagogia y raya, esto sí, en sofismas catastróficos porque impide montar un debate con consecuencias políticas más o menos inmediatas como urge.
Evitar mayores desfiguros de lo que queda de República no es mucho pedir; no sea que alguien, recordando al gran O’Gorman, nos venga con una monarquía.