n un mundo tan fragmentado como el actual, se antoja como algo impensable trazar cualquier tipo de generalización sobre las actitudes y posturas que han adoptado las diversas –y a veces contrapuestas– franjas de la izquierda frente a la crisis que ya lleva el signo inevitable de la pandemia del coronavirus. Enumero tan sólo algunos casos ostensibles.
En Chile, no obstante el largo estado de emergencia decretado por el gobierno de Sebastián Piñera, la cuantiosa coalición social y política que se conformó durante las movilizaciones previas al estallido de la emergencia sanitaria, logró finalmente su cometido: imponer el referéndum por una nueva Constitución y, sobre todo, ganarlo. Por lo pronto, Chile deja atrás el capítulo más oscuro y ominoso de su historia: no sólo la herencia amarga del pasado fraguado por Augusto Pinochet, sino el relato caníbal que hacía del pinochetismo la piedra de toque de la modernización del país. Cuando en realidad esa modernización, incluídas sus víctimas y desigualdades, fue obra de las fuerzas reunidas por el Partido Socialista y la Democracia Cristiana. Cae con el referéndum no sólo es el manto que vindicaba a la dictadura, sino la legitimidad del modelo más supuestamente exitoso que el neoliberalismo encontró en América Latina. Lo esencial es que la izquierda chilena, con todas las diferencias que separan a sus agrupamientos, enfrentó a uno de los regímenes más represivos de los últimos años con la movilización social y la salida democrática.
En Bolivia, el Movimiento al Socialismo no cedió ante las tentaciones del golpismo de arrastrar a la nación hacia una espiral de violencia y polarización. Por más que Evo Morales Ayma cometió la pifia de pretender relegirse por cuarta vez, trece años de una administración que hizo crecer económicamente a Bolivia a un ritmo mayor que el de Chile, que consolidó organizaciones sociales, comunidades y gobiernos indígenas autónomos, que impulsó la educación y los sistemas de salud social, lograron sostener la cohesión de una resistencia civil y pacífica al golpe. El inobjetable triunfo electoral del MAS convalida la máxima de que una izquierda comprometida efectivamente con las prácticas democráticas es capaz de allanar un camino alternativo para el conjunto de la sociedad.
En la península ibérica, las noticias son disímbolas. En Portugal, la alianza gobernante desplegó una estrategia masiva de apoyo y protección a la tercera edad durante la pandemia, que redundó en un reducido número de defunciones y una política de efectivos estímulos a la economía. (Cabe señalar que en Uruguay una coalición de derecha logró resultados aún más espectaculares). En España, por el contrario, la coalición entre el PSOE y Podemos nunca logró emprender iniciativas equivalentes. Después de décadas de privatización de los sistemas de salud, las opciones públicas sanitarias están desechas. En Grecia, en cambio, las redes sociales del anarquismo, y en parte de Tziriza, que gobiernan la vida cotidiana de la mayor parte de sus ciudades, muestran que la sociedad puede erigirse como la protectora de la sociedad misma de una manera más eficiente que el Estado.
Por más que haya dañado la legitimidad de la izquierda en su conjunto, el socialismo burocrático (Zizek dixit) –China, Vietnam, Cuba y, cada vez más cerca, Venezuela– se reveló como el sistema social con la mayor capacidad para enfrentar un colapso económico y sanitario como el impuesto por el Covid-19. Uno podría fácilmente aducir el argumento de que se trata de órdenes tan coherentes y unísonamente autoritarias que el control de sus poblaciones resulta simplemente un corolario. Pero se requiere mucho más que un régimen autoritario para hacer frente a un desafío de esta envergadura: sistemas públicos de salud, formas horizontales de solidaridad, destinar recursos especiales para mantener la economía en marcha, adecuar al conjunto de la sociedad para evitar la desmovilización.
Siempre queda pendiente de revisión la formulación del filósofo Byung-Chul Han sobre la hipótesis oriental
. Las sociedades del Lejano Oriente contendrían formas de civilidad, cuidado mutuo y cooperación que simplemente no existen en Occidente. En rigor, el número de defunciones en Europa (si se toma como parámetro a la Comunidad Europea y no el sofisma de nación por nación) son ya mayores que en Estados Unidos. Ni hablar de América Latina. Lo que ya es evidente es que el Covid-19 es un virus occidental, es decir, un virus que prospera con mucha más facilidad en las formas de vida de Occidente. Todo el espectáculo actual de los estados de emergencia en las naciones europeas no hace más que afirmar la tesis de que se trata de un nuevo tipo de estado de excepción que poco tiene que ver con la pandemia.
Queda por último el kirchnerismo y su homólogo en México, el gobierno de Morena.
No se trata evidentemente de fuerzas de izquierda y, sin embargo, son coaliciones nacionales que parecerían adoptar algunas de sus políticas y, sobre todo, sus gestos. Ambas formaciones parecen haber empantanado a sus países guiadas por una visión del Estado y la sociedad simplemente inadecuada a las condiciones actuales. Basta con decir que el neopopulismo social y la izquierda resultan cada vez más incompatibles.