l pasado 3 de junio una juez penal de Bogotá absolvió al sociólogo colombiano Miguel Ángel Beltrán Villegas, quien antes de su detención, en mayo de 2009, se desempeñaba como residente posdoctoral en la Universidad Nacional Autónoma de México. Beltrán permaneció más de dos años en prisión en su país tras ser acusado de pertenecer al comité internacional de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
La excarcelación de Beltrán Villegas se produjo luego de que la Corte Suprema de Justicia de la nación andina determinó invalidar la fuente de las acusaciones en su contra: las misteriosas computadoras supuestamente halladas tras el ilegal operativo, realizado el primero de marzo de 2008, en contra de un campamento del desaparecido líder rebelde Raúl Reyes en territorio ecuatoriano, en el que hubo 25 muertos, entre ellos cuatro estudiantes mexicanos, y en el que resultó herida la también connacional Lucía Morett.
Es pertinente recordar que la deportación de Beltrán Villegas a Colombia se produjo en condiciones por demás irregulares: estuvo precedida de una detención arbitraria llevada a cabo por autoridades migratorias, quienes lo mantuvieron incomunicado en una sede del Instituto Nacional de Migración en la capital del país. Por añadidura, y a pesar de las acusaciones fincadas en su contra por el gobierno de Bogotá, el retorno de Villegas a su país natal no se realizó en el marco del tratado de extradición existente entre México y Colombia, sino se produjo formalmente por motivos migratorios. Con ello el gobierno mexicano selló la percepción de un desaseo inadmisible en perjuicio del académico sudamericano.
La acción mereció en su momento la felicitación del régimen entonces encabezado por Álvaro Uribe, quien calificó de ejemplar
la cooperación del gobierno de Felipe Calderón Hinojosa para la captura del académico, y se refirió a éste como uno de los terroristas más peligrosos
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Con tal precedente, y a la luz de la absolución judicial de que ha sido objeto, es claro que las acusaciones contra Beltrán Villegas forman parte de la cadena de mentiras e inconsistencias en que incurrió el Palacio de Nariño en las semanas y meses posteriores a la masacre de Sucumbíos –entre las que se cuentan la afirmación inicial de que en ningún momento se había violado la soberanía de Ecuador, y el señalamiento de que los soldados colombianos habían respondido a un ataque de los presuntos guerrilleros–, y que el sociólogo colombiano es una víctima más –así sea indirecta– de ese episodio criminal, violatorio de la legalidad internacional y, ése sí, terrorista.
Por añadidura, es evidente que los saldos del operativo militar ordenado por el régimen uribista, en marzo de 2008, van más allá de la inaceptable cifra de muertos y de la vulneración a la soberanía e integridad territorial ecuatorianas; a la postre, también ha exhibido una actitud vergonzosa y preocupante del gobierno mexicano en su proyección internacional: desde su falta de capacidad y de voluntad para emitir una condena enérgica y un reclamo de justicia por la muerte de connacionales bajo el fuego del ejército colombiano, hasta su disposición a llevar a cabo la irregular repatriación de Beltrán Villegas, episodio en el que el calderonismo terminó por convertirse, a juzgar por la resolución judicial comentada, en cómplice de algo muy parecido a un secuestro de Estado.
Los extravíos diplomáticos a raíz el episodio de la masacre de Sucumbíos y durante la posterior deportación de Beltrán son reflejo, por lo demás, de una postura claudicante frente a la política colombiana de seguridad democrática
–la cual, como señala el propio Beltrán Villegas en entrevista con este diario, considera criminales a quienes tienen un pensamiento crítico
– y de una sumisión inexcusable frente al gobierno delictivo –por haber ordenado la agresión armada a territorio ecuatoriano, pero también por sus viejos y documentados vínculos con el narcotráfico y los paramilitares– que encabezó Álvaro Uribe. Sobra decir que esos elementos no sólo son inaceptables en cualquier régimen que se reclame democrático, sino contravienen, además, el pretendido espíritu de defensa de la legalidad y del estado de derecho que el calderonismo reivindica cada que tiene oportunidad.