La sociedad en el espejo de las princesas
Las transformaciones nacionales han sido tan vertiginosas y abundantes en estas dos décadas que no es fácil recordar la vida política y mediática del país en 1984, el año que nació La Jornada. No había por entonces en el país –salvo las excepciones de Proceso, el Unomásuno y algunas publicaciones marginales– medios realmente independientes del poder. Una red de complicidades, sumisiones y conveniencias, hacía la prensa una parte orgánica del régimen. El accionista principal de Televisa se declaraba “soldado del PRI” y no tenía más competidores que los canales del gobierno, cuyos directivos eran nombrados desde el despacho presidencial. Sólo unas cuantas estaciones radiofónicas ofrecían noticieros regulares y nadie soñaba con barras de análisis político ni resultaba imaginable la actual proliferación de locutores que no sólo critican al aire a funcionarios públicos sino que con frecuencia los amonestan y hasta los insultan. Los medios electrónicos de aquellos años no habían descubierto la potencialidad comercial de la política vista como producto de entretenimiento.
El poder político apelaba a variados y sutiles mecanismos de control de la prensa: desde la amistad y el compadrazgo con directivos y propietarios o pequeñas o grandes gratificaciones para reporteros y columnistas, hasta la privación de publicidad oficial o la negativa de PIPSA –monopolio estatal en aquel tiempo– a vender papel. Si nada de eso funcionaba, el régimen procedía a descubrir pecados en la contabilidad del medio insumiso o, como último recurso, a practicar la abierta injerencia en la vida interna de la publicación y al golpe de estado en asambleas de accionistas o cooperativistas, como ocurrió en Excélsior en 1976.
La uniformidad de la prensa era parte de la unanimidad de la vida política, la cual transcurría, básicamente, dentro de las filas del partido oficial y sus apéndices. Quienes trataban de fundar o mantener partidos independientes, fueran de derecha o de izquierda –como Acción Nacional y el Comunista Mexicano–, eran vistos como apóstoles ingenuos, si no es que como carne de presidio y tortura. Los sindicalistas que se apartaban de los usos y costumbres del corporativismo eran como víctimas de golpeadores y policías. Los activistas agrarios que renegaban de las ligas oficiales solían morir venadeados en algún camino rural. Y eso, por no hablar de quienes optaban por el camino de la guerrilla.
Hacia 1984, México era constitucionalmente un país democrático, federalista, igualitario, laico y respetuoso de la división de poderes y de las garantías individuales, pero en la práctica era una nación autoritaria, ritualista, centralista hasta la paranoia, obsesivamente presidencialista y violadora de los derechos humanos. El grueso de la sociedad, por su parte, toleraba poco las singularidades y diferencias y no estaba muy al tanto de su creciente diversidad. Ese entorno marginaba a los indígenas, a los no católicos, a las mujeres, a los no priístas, a los homosexuales, a los sindicalistas autónomos, a los artistas ajenos a la cultura oficial, a los migrantes, a los académicos, a los activistas de las más diversas causas sociales, a los que pregonaban la viabilidad de la democracia en el país, a quienes pugnaban por el establecimiento de un estado de derecho, a los que veían en la justicia social y la redistribución de la riqueza algo más que reglamentarias escalas discursivas. Esas porciones de la sociedad simplemente no existían para los medios informativos.
Con ese telón de fondo un grupo de periodistas decidió abandonar el Unomásuno por diferencias irreconciliables con la dirección del diario. La salida de la que había sido nuestra casa fue una ruptura dolorosa y nos tomó algunas semanas reagruparnos, reflexionar dialogar y acordar la pertinencia de echar a andar un nuevo periódico que diera cabida a las expresiones de pluralidad y diversidad, aún incipientes, de la sociedad civil, y que contribuyera a la preservación de consensos nacionales históricos que empezaban a correr riesgos por la infiltración en el poder político de jóvenes tecnócratas neoliberales: defensa de la soberanía, respeto a la autodeterminación, función rectora del sector público de la economía, redistribución de la riqueza, educación pública laica, gratuita y obligatoria, obligación del Estado de garantizar la salud, la vivienda y el salario remunerador, entre otros.
El proyecto no fue bien recibido por el empresariado, para el cual toda propuesta con orientación democrática y social resultaba una conjura comunista, ni por el gobierno de Miguel de la Madrid, en el que confluían las primeras expresiones del credo neoliberal con la más atrasada cultura antidemocrática priísta. En la sociedad, en cambio, la iniciativa generó un desbordamiento entusiasta. La convocatoria a construir un nuevo medio informativo se presentó la noche del 29 de febrero en un salón del Hotel de México, cuando al núcleo original de periodistas se habían sumado ya científicos, académicos, escritores, artistas, cineastas fotógrafos, militantes políticos de varias tendencias y luchadores sociales. Esa noche propusimos un diario en el que tuviera cabida el pluralismo de un país que ya no se reconocía en la unanimidad y que veía con alarma las crecientes amenazas a las conquistas sociales logradas durante los regímenes posteriores a la Revolución Mexicana.
El entorno político no era la única adversidad. Los convocantes del nuevo proyecto teníamos clara la tarea a realizar, pero no contábamos con los medios económicos para llevarla a cabo. La parte principal de la solución provino de los artistas plásticos, encabezados por Rufino Tamayo y Francisco Toledo, quienes realizaron generosas e insólitas aportaciones en especie para que la iniciativa pudiera prosperar. Rara excepción y circunstancia de privilegio en la conformación de una empresa: La Jornada no tuvo socios capitalistas sino socios artistas y, como aliados y amigos, a figuras destacadas de la cultura. En los tiempos iniciales, Francisco de la Vega y Alejandro Gómez Arias nos ofrecieron su consejo y su apoyo, Gabriel García Márquez nos regaló un reportaje salido de su pluma, Vicente Rojo realizó el diseño del diario, Juan Sepúlveda nos rentó el edificio de Balderas 68, Alberto Bitar puso su imprenta a nuestra disposición, Manuel Barbachano Ponce nos dedicó la premiere de la película Frida, producida por él, dirigida por Paul Leduc y con Ofelia Medina en el papel estelar. La enumeración es obligadamente incompleta y necesariamente injusta, pero los nombres arriba referidos representan con sobrada dignidad a las muchas manos solidarias que ayudaron al nacimiento de La Jornada.
Debemos lealtad a los artistas, intelectuales, académicos, periodistas, políticos y escritores que participaron en la fundación del diario, así como a los estudiantes, obreros, amas de casa, profesionistas, campesinos, pequeños empresarios, promotores de derechos humanos, comerciantes, poetas y desempleados que decidieron arriesgar lo único que tenían en la bolsa, el equivalente de veinte o treinta dólares de aquel entonces, y convertirse en accionistas de nuestro periódico.
A partir de esa noche la comunidad de La Jornada vivió en la intensidad y el sobresalto de organizar las formas de trabajo, diseñar la elaboración de las páginas, realizar innumerables trámites legales y, sobre todo, despejar la incertidumbre económica. El gobierno nos negó, durante nuestro primer año, la publicidad oficial, y transitamos por ese periodo con la espada de Damocles de un corte en el suministro de papel que, como se ha dicho, estaba controlado por el gobierno. Nuestros únicos activos eran una línea ética y editorial bien definida, un público dispuesto a darnos un anticipo de confianza y algunos recursos materiales para sufragar el arranque del nuevo diario: una gran pinacoteca, dos pisos de oficinas en un edificio rentado, una docena de líneas telefónicas, mobiliario de oficina obtenido a cambio de publicidad, dos docenas de máquinas de escribir, 12 computadoras personales más o menos compatibles con la primera y más elemental PC de IBM y dos fotocomponedoras usadas. Por supuesto, sin imprenta ni red de distribución propias.
En la madrugada del 19 de septiembre de 1984 asistimos en tropel a los talleres de Alberto Bitar para ver salir de las máquinas los primeros ejemplares de nuestra edición número uno. Hubimos de pasar por el encontronazo entre las expectativas generadas antes de nuestra salida y nuestros primeros números, escasos de páginas, vacilantes en la edición y periodísticamente débiles, aunque apegados a los principios de nuestra línea editorial. Por esos días algunos se refirieron al diario naciente como panfleto, hoja parroquial, “La Mejor-nada”, sin embargo, unos meses después ya estábamos tirando veinte o treinta mil ejemplares. La razón era que desde la primera edición, nos dimos a la tarea de contar no sólo las versiones, sino también los sucesos de un país que no existía para el resto de los medios. También fue que se dio cabida a voces ajenas a las corporaciones oficiales, a los grupos económicos y financieros, a la industria del espectáculo, a los designios de los grandes poderes y a la moral social hegemónica que no podía concebir “malas palabras”, y ni siquiera giros coloquiales, en el papel impreso.
El pacto entre La Jornada y su público vivió una primera y temprana confirmación con la cobertura de los sismos de 1985. La mañana del 19 de septiembre, reporteros, redactores, colaboradores, directivos, y hasta empleados administrativos del diario, aún con el desvelo del brindis por nuestro primer aniversario, realizado la noche anterior, salimos a las calles llenas de escombros para descubrir la magnitud de la catástrofe, la parálisis de las autoridades y el impulso masivo, solidario y espontáneo de la población, que desde los primeros minutos empezó a organizarse para rescatar a los atrapados, buscar a los desaparecidos, trasladar a los heridos, sepultar los cadáveres y ayudar a quienes lo habían perdido todo. En las ediciones subsecuentes de La Jornada se fue configurando el gran protagonista del episodio trágico: el pueblo de la ciudad, mezclado en clases y orígenes sociales, en sexos, edades, barrios de origen y orientaciones políticas. La súbita vocación organizativa demostrada por los habitantes del Distrito Federal, su capacidad para asimilar, sin paralizarse, las gravísimas pérdidas humanas y materiales, contrastó con la inmovilidad de las autoridades urbanas y federales. En nuestras páginas los mensajes de emergencia, las solicitudes de donación de sangre, las voces de informantes anónimos y las cartas de lectores que hacían y proponían, se mezclaron con las crónicas de Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska y Cristina Pacheco, para entregar el retrato de una sociedad golpeada pero viva y activa, y se insinuó la distancia entre la gente y las instituciones gubernamentales.
Aquel desastre natural venía precedido de un desastre económico de mayor extensión. El sexenio de 1982 a 1988 transcurrió en una crisis permanente en la que se conjuntaron inflación, desempleo, caída de los precios del petróleo, altas tasas de interés, una renovación moral que naufragó en la corrupción y la venalidad estructurales, fugas de divisas, quiebras financieras y miseria, mucha y extrema miseria en extensas regiones del país. La demanda de una reforma democrática del régimen iba haciéndose general en las clases medias y en los sectores populares. Después de casi 50 años en el poder la mayoría hegemónica del partido oficial (PNR-PRI) era un obstáculo infranqueable para cualquier intento de cambio democrático, por más que en el país empezaron a cundir insurgencias cívicas asociadas a procesos electorales.
La eliminación de la educación superior de masas, gratuita e irrestricta era –y no ha dejado de serlo– uno de los objetivos de las estrategias modernizadoras en curso de 1982.
A fines de 1986, y esgrimiendo razonas académicas sin duda atendibles, la Rectoría de la UNAM lanzó un plan para mejorar la educación superior que pasaba por la exclusión de ella de centenares de miles de jóvenes. El momento para emprender una reforma universitaria de ese signo parecía propicio, toda vez que los movimientos estudiantiles no habían vuelto a tener expresiones masivas desde la matanza del 2 de octubre de 1968. En efecto, en 1986 la resistencia a los planes de la Rectoría empezó siendo marginal y pasó casi inadvertida para la opinión pública. Pero durante el invierno las protestas fueron ganando adeptos y una tarde de febrero del año siguiente tuvieron un primer punto culminante con una manifestación que reunió a más de doscientos mil jóvenes en el Zócalo. Grupos de artistas, organizaciones de desempleados, ligas feministas y organismos de lo que ahora se conoce como la diversidad sexual, llegaron al mitin a externar su simpatía hacia los estudiantes.
Esa tarde, la Dirección del diario decidió parar el trabajo por un rato y acudir al Zócalo –que no estaba lejos de nuestra Redacción– para ver de primera mano lo que estaba ocurriendo. Volvimos a nuestros puestos, unas horas después, con la idea de que aquella manifestación era, además de una muestra de expresión estudiantil, un síntoma social, la expresión de un vuelco político que no tardaría en manifestarse a escala mayor en el país. En la marcha no sólo se expresaba el rechazo de los estudiantes a los planes modernizadores de la Universidad, sino también la angustia de una juventud a la que la reforma universitaria estaba dejando sin futuro y sin lugar en el mundo porque, ante la contracción del mercado laboral, la educación superior era el único espacio al que podía aspirar un mexicano al cumplir los 18 años. En su portada del día siguiente, el diario destacó una foto panorámica de la manifestación, acompañada de este titular: “La manifestación más grande desde 1968”.
En contraste, los otros diarios reaccionaron con sospechosa uniformidad. En todos ellos se minimizó y distorsionó la manifestación como un acto “de lesbianas, homosexuales y drogadictos”. Aquello era evidencia suficiente para el sesgo informativo que imperaba en la mayor parte de los medios.
El manejo económico del gobierno de De la Madrid generó, además de una grave recesión, fracturas políticas e ideológicas en la clase política que se hicieron insalvables en 1987, año preparatorio de la sucesión. Un grupo del PRI, encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, pidió a la dirigencia del instituto que estableciera reglas claras y transparentes para designar a los candidatos que habrían de presentarse en los comicios del año siguiente. Los inconformes no fueron escuchados. De la Madrid designó a Carlos Salinas como candidato presidencial del PRI y los disidentes abandonaron el partido. Cárdenas fue postulado por una coalición de pequeños partidos, hasta entonces controlados por el gobierno, y su candidatura pronto suscitó la adhesión de importantes fuerzas políticas y sociales, las cuales se agruparon en el Frente Democrático Nacional. Poco antes de las elecciones, aquella campaña obtuvo el respaldo del Partido Mexicano Socialista, en donde se agrupaban las principales fuerzas de izquierda. La derecha, por su parte, postuló a Manuel Clouthier, y ambas candidaturas abrieron la posibilidad de una derrota priísta en un comicio presidencial. No ocurrió así, opero, según las cifras oficiales, Salinas apenas logró sobrepasar el 50 por ciento de los sufragios, margen históricamente bajo para un postulante del partido oficial, que hasta entonces solía ganar elecciones con el 70 u 80 por ciento de los votos.
Las sospechas de la manipulación fraudulenta de aquellos comicios persisten hasta la fecha, y tal vez no puedan esclarecerse nunca. En cambio, quedó perfectamente documentada la abierta parcialidad de los medios impresos y electrónicos hacia las candidaturas del partido oficial. En los periódicos, y mucho más en la televisión y en la radio, las actividades de Cárdenas y de Clouthier fueron sistemáticamente reducidas, en tanto que la campaña política de Salinas se llevaba la parte del león en tiempos y líneas ágata. En este contexto, nuestro diario fue calificado de “cardenista”, no porque lo fuera, sino porque era el único que informaba sobre las campañas opositoras, incluida la de Cárdenas, y de su posterior lucha por el esclarecimiento y la limpieza de la elección.
Para entonces, entre La Jornada y sus lectores se había establecido ya una estrecha retroalimentación. Los atropellos y las corruptelas eran dados a conocer en la sección del correo de los lectores, con la garantía de que, si encontrábamos fundamento en la denuncia, enviaríamos a nuestros reporteros a investigar el caso. Otro dato ilustrativo era que la mayor parte de las marchas que se realizaban por entonces planificaban su recorrido de tal forma que los manifestantes pasaran frente a nuestras oficinas de Balderas 68. Allí se detenían, para agradecernos la cobertura a sus causas o, en ocasiones, para reclamarnos airadamente el que no les hubiéramos concedido el espacio que creían merecer o que no hubiésemos informado de sus movimientos con el enfoque que ellos querían.
Ciertamente, tal relación entre el medio impreso y su lectorado no siempre ha sido cómoda. Con motivo de las elecciones estatales de 1989 en Michoacán –donde el cardenismo histórico y el moderno tienen un bastión fundamental–, La Jornada publicó, días antes de los comicios, una encuesta, cuyos resultados no favorecían al candidato de los cardenistas, Cristóbal Arias, sino al del PRI. En el cierre de campaña del primero, muchos de sus simpatizantes gritaban “mueras” a La Jornada –como lo reportamos puntualmente–, mientras sostenían bajo el brazo un ejemplar de nuestro periódico.
En nuestra primera década cubrimos y dimos visibilidad a muchas gestas y situaciones políticas y sociales, tanto nacionales e internacionales: las resistencias cívicas ante la imposición electoral en Chihuahua, Tabasco, San Luis Potosí y otras entidades; la primera admisión oficial de una gubernatura opositora, en Baja California; el desarrollo de la epidemia de sida y los esfuerzos científicos y educativos para contenerla; la caída de las dictaduras militares en Sudamérica; las guerras civiles centroamericanas y los sucesivos procesos de pacificación; las invasiones estadunidenses a Granada y Panamá; el arrasamiento de Irak, los fallidos empeños del primer George Bush por establecer un “nuevo orden mundial” y el derrumbe del bloque socialista; el proceso de negociación y aprobación del Tratado de Libre Comercio y las resistencias que éste generó, tanto en la sociedad mexicana como en la estadunidense.
Partidaria histórica de la No Intervención y siempre atenta a la vigencia de las soberanías nacionales sobre los recursos naturales, la opinión pública mexicana tuvo claro, desde un primer momento, los verdaderos motivos del arrasamiento de Irak a raíz de la invasión de Kuwait. En La Jornada intuíamos que a la par de los aprestos bélicos, los medios occidentales preparaban una monumental operación informativa para distorsionar la verdad de esa primera Guerra del Golfo Pérsico y convertirla en un espectáculo de masas. Las mentiras de medios considerados serios (“Irak es la cuarta potencia militar del mundo”) eran la antesala de un show tecnológico que habría de distraer a la atención pública de las verdaderas razones de la contienda. Sin ignorar que en Irak gobernaba un dictador sanguinario, sabíamos que los reinos y emiratos del golfo no eran, por su parte, ejemplos de democracia pluralista. Percibíamos la doble moral de unos poderes mundiales que se rasgaban las vestiduras por Kuwait, pero callaban ante situaciones como las de Palestina, Chipre, Timor Oriental y el Sahara occidental; desconfiábamos, en fin, de los severos embargos y bloqueos económicos contra Irak, cotejados con la complacencia occidental al régimen racista de Sudáfrica y a la fabricación de armas nucleares por Israel.
Desprovistos de recursos para enviar a nuestros reporteros a la zona de conflicto, decidimos contar la guerra con lo que teníamos, que eran los servicios cablegráficos, ordenados por hora de recepción, para dejar que nuestros lectores se hicieran su propia versión de lo que ocurría. Mantuvimos ese esfuerzo durante toda la guerra. Hicimos esa apuesta por la inteligencia y el sentido crítico, y ganamos un incremento en la credibilidad de La Jornada.
En México, el gobierno de Carlos Salinas de Gortari proseguía, radicalizando, las políticas de modernización salvaje de su antecesor; apertura comercial indiscriminada, sospechosas ventas al mejor postor de los activos estatales, ataque frontal a las conquistas obreras, sindicales y populares y reducción de las instituciones estatales de bienestar social. En lugar de éstas, Salinas estableció mecanismos discrecionales de beneficencia por medio de los cuales obtenía la fidelidad electoral de sectores y poblaciones. Como parte de la ofensiva antipopular se modificó el régimen constitucional de tenencia de la tierra. Con la obsesión salinista de la rentabilidad, la competitividad y la eficiencia, los campesinos pobres, comuneros, ejidatarios y jornaleros, fueron abandonados a su suerte. El agro dejó de ser alternativa de vida –o, al menos, de sobrevivencia– y se volvió un ámbito sin horizontes para millones de mexicanos, muchos de ellos indígenas. La única perspectiva que les ofrecía el gobierno modernizador era emigrar a las ciudades para integrarse a las masas de miserables urbanos.
A lo largo del gobierno salinista, La Jornada no ocultó su oposición a estas políticas. Sin ignorar la imposibilidad de que el país permaneciera anclado en un modelo de desarrollo agotado, y conciencia de la necesidad de actualizar la economía, dábamos al mismo tiempo espacio a quienes demandaban solidaridad y responsabilidad para con las víctimas del viaje neoliberal.
Chiapas era, y sigue siendo, en el país un caso singular. En el mejor de los casos, la Revolución Mexicana y sus propuestas agrarias llegaron a ese estado tarde y mal; los ensayos de democratización realizados por el Estado en las dos décadas anteriores, con todo y que tenían mucho de cosmético, ni siquiera se aplicaron en la entidad, en donde la estructura de poder seguía siendo anticuadamente oligárquica. En el campo chiapaneco, alterado además por corrientes migratorias locales ocurridas en la segunda mitad del siglo recién pasado, por la pugna entre la Iglesia católica y las confesiones protestantes y por la cercanía con la convulsionada Centroamérica, la modernización salinista tuvo efectos desastrosos. Mientras el gobierno federal centraba toda su atención en llevar al país al Primer Mundo y al seno exclusivo de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), la oligarquía chiapaneca cometía toda clase de abusos, amparada por su alianza histórica con el poder central. Si en casi todo el país los espacios de expresión y participación se ensanchaban en forma lenta pero real, en Chiapas los luchadores sociales, los líderes comunales, los promotores de derechos humanos y los políticos disidentes, eran sistemáticamente agredidos, amenazados o asesinados.
En 1992, organizaciones campesinas de Chiapas emprendieron una caminata hasta la ciudad de México para denunciar los asesinatos políticos, el abandono social y la opresión reinante en su región de origen. Los cientos de tzeltales, choles y zoques que participaron en esa marcha, bautizada Xi’Nich (La Hormiga), debieron regresar a sus pueblos con las manos vacías. El 12 de octubre de ese mismo año, en lo que posteriormente habría de verse como una prefiguración o un ensayo general, cerca de 15 mil indígenas de los Altos tomaron simbólicamente San Cristóbal de las Casas y derribaron la estatua del conquistador Diego de Mazariegos. La Jornada dio cobertura periodística a tales manifestaciones y las ligas campesinas y las comunidades indígenas, se volvieron fuentes e interlocutores habituales de nuestros enviados y corresponsales.
Fueron representantes comunales los que nos informaron, en mayo de 1993, que efectivos del Ejército mexicano habían chocado con un grupo que no era de delincuentes comunes ni de bandas de traficantes de droga. Mientras el México oficial vivía con ansiedad la inminencia de la firma del Tratado de Libre Comercio y mientras la opinión pública se conmocionaba por el asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, la noticia de los enfrentamientos en la sierra de Corralchén entre soldados y guerrilleros fue destacada en la primera plana de nuestro periódico. En los 20 días posteriores dimos seguimiento a esos hechos y sus secuelas.
Aunque la consecución de la normalidad democrática nunca dejó de ser un reclamo de los afectados por la modernización y de la verdadera oposición, especialmente para el Partido de la Revolución Democrática, con sus más de dos centenares de militantes asesinados durante aquel sexenio, la capacidad de seducción de Salinas y su grupo no sólo se proyectó hacia la prensa extranjera. En México el gobierno logró afiliar a muchas voces, hasta entonces críticas o independientes, a su proyecto modernizador. En los barrios más exclusivos y en las oficinas financieras, pero también en amplios sectores de la clase media, cundió el espejismo de un México moderno y rico que por fin ingresaba al Primer Mundo. Muchos pensaban que, en tanto los supermercados estuviesen repletos de productos de consumo libremente importados, el advenimiento de la plena democracia podía esperar, y que las reivindicaciones de los marginados se irían resolviendo a medida que los resultados del “milagro mexicano” gotearan de la cúspide a la base de la pirámide social.
Estos elementos permiten entender por qué ni el gobierno ni la opinión pública se inquietaron con la información que publicábamos sobre el movimiento guerrillero en Chiapas. Por nuestra parte, ignorábamos las dimensiones del alzamiento que se preparaba, pero compartíamos con nuestros lectores los antecedente y la información de que disponíamos.
Los directivos del diario fueron informados –por corresponsales en Chiapas– de que algo extraordinario estaba pasando en San Cristóbal de las Casas en las últimas horas de 1993. En medio de los festejos y los brindis, se autorizó a la reportera Rosa Rojas que viajara, en el primer vuelo disponible, a cubrir la información. El mismo 1º de enero de 1994, nuestra compañera entrevistaba a Marcos en la plaza de San Cristóbal.
La noticia del alzamiento indígena en demanda de democracia, justicia y dignidad, le dio la vuelta al mundo en pocas h oras. En La Jornada compartimos el estupor y el desconcierto generalizados; si algo nos distinguió en aquellos momentos fue, acaso, el percibir que la insurrección era el más trascendente suceso político que había ocurrido hasta entonces en el sexenio en curso. Por otra parte, desaprobábamos los métodos violentos, pero reconocíamos que a los indígenas les asistía la razón en sus demandas. Con esas nociones en mente enviamos a los escenarios del conflicto un nutrido contingente de reporteros, cronistas y fotógrafos. Otro grupo cubría las reacciones al conflicto en las oficinas gubernamentales capitalinas, entre los congresistas y entre los diplomáticos. El único ámbito al que La Jornada no tuvo acceso en esos días fue a las filas de los rebeldes, los cuales parecían haberse esfumado en la selva y en las cañadas chiapanecas.
De súbito la reacción de los marginados de siempre ante los designios tecnocráticos se volvió la misión informativa más importante a la que nos habíamos enfrentado. En los primeros días de la guerra se desarrolló en La Jornada la convicción de que era necesario detener la confrontación armada. No pocos de nuestros reporteros habían vivido de cerca los conflictos centroamericanos y conocían la cara real de la guerra. En los diez años de vida que tenía por entonces el periódico, habíamos condenado inequívocamente toda forma de violencia política y habíamos abogado por un cambio pacífico en el país. Cuando estalló el conflicto chiapaneco, nuestro diario tomó inmediatamente posición a favor de las comunidades indígenas y a favor de la paz.
La polémica nacional sobre la insurrección y sus respuestas gubernamentales se desarrolló en forma preponderante, en nuestras páginas. Allí escribieron Octavio Paz, Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis, Manuel Vázquez Montalbán, Umberto Eco, Gunter Grass y muchos otros. Allí, junto a las fotos de los muertos, se publicaron reseñas históricas de Chiapas, radiografías económicas de la entidad, análisis antropológicos, reflexiones sobre los conflictos religiosos y culturales en la zona. Con todas las divergencias del mundo, y desde las más variadas perspectivas, en La Jornada se expresó como consenso la necesidad de la paz, y el periódico exhortó a la sociedad para que exigiera el fin del conflicto. A mediados de enero, una impresionante manifestación llenó el Zócalo capitalino. El orador único del acto fue el padre Miguel Concha, luchador de toda la vida por los derechos humanos, provincial mexicano de los dominicos e infaltable colaborador semanal, a lo largo de estos veinte años, de nuestro diario.
Por cálculos políticos aún desconocidos, porque escuchó el clamor de paz que se había generado, o por ambas cosas, el 14 de enero Salinas decretó un cese unilateral del fuego, nombró un comisionado de paz, removió al secretario de Gobernación, envío al Congreso una ley de Amnistía y dejó de referirse a los rebeldes como extranjeros, extremistas, “profesionales de la violencia” y “transgresores de la ley”.
Cuando recibimos el primer comunicado de la dirigencia insurgente, firmado por el subcomandante Marcos, decidimos publicarlo completo, y hemos mantenido hasta la fecha la decisión de dar a conocer íntegros los manifiestos de los rebeldes, pese a que, desde los primeros días del conflicto, en diversos sectores gubernamentales, políticos e intelectuales, se nos acusó, abierta o veladamente, de ser prozapatistas y “apologistas de las violencia”. De hecho, en 1994 no tardaron en aparecer las anónimas amenazas de muerte, así como pasquines, volantes y carteles en los que se acusaba a nuestro periódico de ser vocero del EZLN. No obstante, hemos proseguido esa tarea informativa porque tenemos el mandato fundacional de dar tribuna a los sectores que no la tienen, y los zapatistas fueron, y en alguna medida siguen siendo, parte de esos sectores.
Ciertamente, en los diez años transcurridos desde el alzamiento los insurrectos de Chiapas han resistido implacables presiones militares y paramilitares, han ido construyendo en sus comunidades una institucionalidad propia, se han colocado en diversas ocasiones como protagonistas de la escena nacional –como durante la marcha a la capital en marzo de 2001–, han ganado un sitio prominente en el movimiento altermundista internacional y se han vuelto un punto de referencia indispensable en la reflexión y el debate político contemporáneos.
En aquellos primeros meses de 1994 no teníamos, en La Jornada, una noción de la trascendencia nacional y mundial que habría de tener la revuelta zapatista, pero pensábamos que los textos del Comité Clandestino Revolucionario Indígena (CCRI) eran documentos históricos que debían ser conocidos por la opinión pública, de la misma forma que los comunicados de la Presidencia o los boletines de las cúpulas empresariales. Por medio de La Jornada, que formaba parte de la extinta red internacional de publicaciones World Media, la palabra de los indígenas chiapanecos en rebeldía llegó a diario hasta Madrid, París, Dublín, Tokio, Ginebra, Viena, Río de Janeiro, Lisboa, Zurich, Boston, Estambul, Jerusalén, Montevideo, Munich, Roma y El Cairo y, por supuesto, a millones de lectores.
La peor tragedia de 1994 fue el homicidio del candidato presidencial priísta, Luis Donaldo Colosio, el 23 de marzo de 1994, en Lomas Taurinas. Un crimen de tal envergadura no había ocurrido en México desde 1927, cuando fue asesinado Alvaro Obregón. La sociedad se cimbró y acudió a los medios para tratar de entender la pesadilla nacional que estábamos viviendo. La tarde del crimen se repitieron las amenazas anónimas contra La Jornada. La secuencia de crímenes políticos no se detuvo con la llegada de Ernesto Zedillo a la Presidencia; en los inicios de su gobierno, en cambio, aparecieron otros graves factores de inestabilidad: la crisis económica, la ruptura con el antecesor y el encarcelamiento de Raúl Salinas, la intensificación del acoso contra las comunidades zapatistas, las masacres en Chiapas y otras entidades (Aguas Blancas, Acteal, El Charco), las sucesivas reformas electorales, los escándalos político-policiacos y la expansión de la delincuencia, la amenaza creciente del narcotráfico, las campañas electorales de 1997, el promisorio desempeño de la oposición el 6 de julio de ese año, el consiguiente estreno de un gobierno perredista en la capital de la República y el surgimiento de un Poder legislativo en condiciones de ejercer su plena soberanía.
El suceso económico más visible de la década pasada fue, aparte de la crisis misma, el fraudulento rescate bancario realizado por el gobierno para favorecer, en detrimento de la población, a los especuladores que se habían hecho con el control de los bancos en el sexenio anterior. La Jornada, cubrió día a día los vericuetos de ese saqueo nacional sin precedente y los numerosos intentos –infructuosos, hasta ahora– para frenarlo, sancionarlo o, al menos, esclarecerlo.
En la segunda mitad del sexenio zedillista se hizo evidente que la Presidencia ya no tenía el control del país y que la sociedad había ganado las batallas más importantes para establecer una democracia formal cuya piedra de toque era entendida por algunos como la alternancia de partido en el Ejecutivo Federal. Con la carga de la corrupción, mediocridad, insensibilidad tecnocrática y autismo político de su gobierno, Zedillo hubo de renunciar a la facultad “metaconstitucional” de heredar el cargo. La madurez ciudadana, la nueva institucionalidad electoral autónoma y el contexto internacional hacían imposible una repetición, en 2000, del fraude, la imposición y la usurpación de 1988. Ante esa circunstancia se delinearon pronto dos posturas en la oposición: la de quienes veían la alternancia partidaria como un fin en sí mismo y la de quienes abogaban por ganar la Presidencia para impulsar desde allí un nuevo modelo de país. Como se sabe, la primera prevaleció en las urnas y, más allá de la impactante e histórica primera derrota priísta en una elección presidencial, el cambio prometido por los vencedores se quedó en un mero cambio de las siglas en el poder. En lo económico y en lo social el país ha seguido por el camino de desgaste y frustración iniciado en 1982; en lo político la inexperiencia y la torpeza de los nuevos gobernantes ha superado los defectos correspondientes de sus antecesores. El foxismo dilapidó su formidable capital político inicial sin resolver uno solo de los problemas fundamentales del país: la desigualdad, la miseria, la impunidad, la corrupción la inseguridad, la cuestión indígena o la falta de crecimiento económico.
En tal circunstancia, La Jornada ha ejercido un periodismo crítico, pero responsable y ha reconocido los aciertos gubernamentales. Un ejemplo es la decisión oficial de dar marcha atrás a los planes de construir un aeropuerto en Texcoco, proyecto descabellado y depredador que provocó la justificada resistencia de los ejidatarios de San Salvador Atenco. Nuestro diario también respaldó la actitud del Ejecutivo Federal de distanciarse de la criminal aventura bélica que el segundo George Bush emprendió no contra el régimen de Saddam Hussein, sino contra los iraquíes en general.
El pretexto para esa agresión, los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, fueron el punto de partida de un viraje profundo, para mal, de la circunstancia planetaria. Los ataques de Al Qaeda dieron contenido y dirección al gobierno de Bush, hasta entonces ausente y carente de objetivos. Los atentados permitieron configurar un proyecto de actualización expansiva de la hegemonía estadunidense y una ofensiva contra las libertades civiles y los derechos humanos, tanto dentro como fuera de Estados Unidos. Las principales aplicaciones concretas de esa nueva orientación han sido, hasta ahora, dos guerras devastadoras, injustificadas y criminales, contra los pueblos afgano e iraquí, y un trastocamiento generalizado de la legalidad internacional y sus instituciones. Tanto en el momento de los ataques terroristas como en las agresiones bélicas referidas, La Jornada ha realizado esfuerzos de cobertura informativa, reflexión y esclarecimiento, que han incrementado su credibilidad.
Carmen Lira Saade