a memoria de las posibilidades que tuvimos todavía puede guiarnos. A diferencia de la realidad, los sueños (¿o diremos ilusiones?) no caducan. Podemos volver a ellos una y otra vez. Están ahí cuando los buscamos, intactos. Nada es más leal que los sueños despiertos que nos han ilusionado. Somos nosotros los que los dejamos, los olvidamos, los traicionamos por miedo, cansancio, desencanto, cinismo y, no pocas veces, resentimiento.
¿Puede el pasado traer una revelación en lo que no hicimos, no logramos, no concluimos, no nos atrevimos? Hace poco alguien decía por televisión: “Recordar, no lo que pasó, lo que pudo haber pasado”. Recordar las posibilidades resulta subversivo. Recordar lo que significaba ser subversivo cuando lo éramos.
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¿Cuánto deseo toma dejar de desear? En el budismo zen, deshacerte de los deseos es el principio de la libertad. No necesitar. Algo parecido propone el Tao. Pero Jacques Lacan consideraba que el deseo es algo más que necesidad, nos constituye, irrenunciable, se articula en el lenguaje. ¿Articula el lenguaje? En cualquier caso, algo tenemos que hacer con él. Cumplirlo, posponerlo, renunciar a él por las buenas, a la zen; o por las malas, doblegados ante el implacable principio de realidad.
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Cuando concebimos un sueño y le damos forma de plan, de ruta, de meta a cumplir, más vale llegar. A los humanos nos molesta enormemente el fracaso. Que nos cisquen, que nos la chispen otros por incomprensión, desprecio, quizás envidia, o demos al traste por torpeza, mala suerte, pérdida de norte, autodestrucción.
Están aquellos que se equivocaron al concebir o imitar algún sueño a largo plazo, y no valía la pena. Terminan por darse cuenta y, si tienen con qué, rectifican. En tiempos mejores lo llamábamos autocrítica, a la que hoy pocos se atreven. La mala educación mediática que padecemos alimenta la creencia de que nunca nos equivocamos, quien lo contradiga nos enfurece. Y más aún, ello incluye certidumbres y deseos que creemos propios. Lo aprendemos de las religiones practicantes, los políticos en el poder, la publicidad consumista. Determinan qué queremos. Y prometen dárnoslo. Aceptamos su ruta, su proyecto, su promesa. El resto se nos va en balar y rumiar.
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Con qué facilidad se juzga a los otros. Hoy más que nunca, pues podemos hacerlo a todas horas, desde la comodidad del hogar o donde sea que nos hallemos con esa extensión nuestra a la mano, el teléfono computarizado, acaso extensión del mundo que nos penetra, invade, coloniza. Viaja con nosotros en Metro, autobús, carro, sobre la huella de los zapatos. Dormimos con él. Nos hemos convertido en jueces universales. Siguiendo el ejemplo de pastores y gobernantes, juzgamos a diestra y siniestra para evitar que nos juzguen y ocultar las fisuras. Si no lo hacemos, corremos riesgo de ser las víctimas del juicio ajeno y sus castigos morales: cancelación, funación, difamación, aniquilación moral. Nunca antes las yemas de los dedos tuvieron tanto poder. Todos somos hijos del doctor Strangelove, poniendo un solo dedo en el botón aprendimos a amar la bomba. El perdón pasó de moda.
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¿Llegaremos? ¿Llegamos? ¿Estamos donde soñamos que algún día llegaríamos? ¿Tenemos lo que queríamos? ¿Recordamos aquello que quisimos? ¿Lo que pudo ser? ¿O lo único que se cumple son las pérdidas? Remitirse a la “Rima XLI”, de Gustavo Adolfo Becquer: “torre que desafía su poder: / ¡tenías que estrellarte o que abatirme! / ¡No pudo ser!” Y más dolorosamente, Miguel Hernández ante la pérdida del hijo en la posguerra civil: “Vio turbio su mañana / y se quedó en su ayer. // No quiso ser”.
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¡Momento! ¿Qué deriva del pensamiento es ésta? Las modas mentales cambian. Hace 50 o 60 años la onda era el futuro, en principio prometedor, progresivo; hoy es el fin del mundo, basado en datos, proyecciones, estimaciones, ficciones. Aquí es cuando uno se pone ingenioso: “el futuro ya no es como antes”, jo, jo. Y quién dijera, los principales heraldos de la batalla del Armagedón son precisamente los que fundan sus creencias en la invención del fin mesiánico, según la edición ilimitada de su Libro de Libros, pilar de la cultura occidental. Pero ahora resulta que el mundo no se acaba de un tirón, sino de a poquitos, hasta que un día, sin darnos cuenta, ay, Eliot, termina en un quejido. ¡Nos quedan a deber el bang!
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En qué momento deja de ser tarde, para hacerse demasiado tarde. Y por qué el futuro ha de tener siempre la razón. Viendo cómo se ha puesto, debemos expresar desacuerdo. Volver a lo que bien pudo ser, para todos. Confiar en aquel nosotros, más que en éste en el cual nos hemos convertido (ay, Pacheco). Descifrar de nuevo lo que no fue. Acordarnos bien. ¿Habrá que apechugar con este futuro, como si fuera invencible por el solo hecho de ser el nuevo presente? Recuperar con lucidez y sin nostalgia reaccionaria lo que pudo ser nos ayudaría a pisar los días sin resbalar a lo pendejo por seguir la corriente que nos dicta la fatalidad, tan conveniente para el poder.












