l año 2019 fue testigo de grandes y prolongadas movilizaciones de los pueblos de Chile, Colombia y Ecuador, que podrían haber cambiado el rumbo neoliberal de la gestión política. Pasados apenas seis años, comprobamos que nada de eso sucedió y que, por el contrario, los movimientos de los pueblos se han debilitado al punto que ya no representan desafíos a las clases dominantes.
En Chile fueron millones de personas las que salieron a las calles demandando la renuncia del presidente Sebastián Piñera, en cantidades nunca antes vistas en el país. Aunque fueron los estudiantes los que desencadenaron la protesta, se instaló con mucha intensidad en todos los sectores de la sociedad, manifestando un claro rechazo a un modelo que empobrece, genera desigualdad y daña la naturaleza.
En plena protesta se formaron más de 200 asambleas territoriales sólo en Santiago, coordinadas en dos grandes bloques. Las asambleas crearon espacios de salud y educación, además de haber encarado compras colectivas, huertas urbanas y el intercambio con productores rurales saltando coyotes. La bandera mapuche fue la referencia principal por encima de la chilena, algunos sectores de la ciudad fueron tomados por la multitud y decenas de estatuas de conquistadores fueron derribadas.
En Ecuador el levantamiento indígena fue acompañado por un inédito movimiento de jóvenes urbanos, primera generación de migrantes andinos quichuas. Por primera vez, barrios enteros de Quito se volcaron con los comuneros llegados desde el sur y el norte, para tomar una ciudad de la que el presidente debió huir. Durante casi dos semanas hubo una pelea frontal entre la policía y los manifestantes en el centro histórico, con el resultado de que más de 200 uniformados fueron detenidos por las guardias de autodefensa.
El movimiento triunfó al retirarse las medidas que lo provocaron. Más importante aun fue la conformación del Parlamento Indígena y de los Movimientos Sociales, en el que confluyeron 200 organizaciones y se postuló como salida a la crisis de gobernabilidad. El parlamento comenzó a sesionar en medio de un gran entusiasmo colectivo, promoviendo la creación de otras instancias en varias regiones del país.
En Colombia la revuelta asumió la forma inicial de un paro, con duración de hasta tres meses en algunas ciudades, como Cali, donde la población pobre afrodescendiente y sectores medios crearon 25 “puntos de resistencia” para asegurar la convivencia durante la lucha, sin interferencias policiales. La potencia de la revuelta colombiana puso a la defensiva a la ultraderecha militarista y paramilitar, que llevaba décadas gobernando.
Mientras en Ecuador hubo una decena de levantamientos indígenas desde 1990, en Colombia y en Chile fueron las mayores movilizaciones que se recuerdan. Lo penoso es que en los tres casos no se consiguieron cambios verdaderos y la organización popular de base se fue disolviendo a medida que se volvía a imponer la cotidianeidad neoliberal.
La normalización llegó en Chile disfrazada de Asamblea Constituyente, con promesas imposibles de cumplir. El triunfo electoral de la ultraderecha es, entre otras cosas, resultado de la desmovilización social y de un gobierno de Boric que militarizó Wall Mapu como nunca antes había sucedido. El triunfo de la ultraderecha de Kast es producto de cinco años de desmovilización de la sociedad y de la derechización progresista.
En Ecuador los parlamentos indígenas se disolvieron apenas se acercaban las elecciones presidenciales. En Colombia la energía del cambio se canalizó hacia la candidatura de Gustavo Petro y Francia Márquez.
En los tres casos nos encontramos ante situaciones complejas, pero esperables.
La primera y la más grave es la desorganización del campo popular, que perdió sus capacidades de acción colectiva ya que fue desbordado por la agenda del sistema político, en la cual sigue confiando. Este es el aspecto principal, ya que sólo a través de la organización colectiva pueden escucharse voces capaces de contrarrestar la propaganda del sistema.
El problema es que en este punto los progresismos coinciden con las derechas tradicionales, ya que a ambos les molestan movimientos fuertes y movilizados. No conseguimos superar la dinámica que lleva de las calles a las urnas, de la organización y movilización a confiar en los políticos como tabla de salvación y como gestores de las necesidades populares.
La segunda es que suele subestimarse a las derechas y a sus agendas de seguridad. En Ecuador, luego de la derrota ante el movimiento indígena, la clase dominante decidió crear una situación de seguridad insostenible, armando grupos criminales para insuflar miedo paralizante a la población. Si en Chile y en Colombia las claves para retomar el control fueron los gobiernos progresistas de Petro y Boric, en Ecuador el terror planificado jugó ese mismo papel. En todos los casos, el objetivo fue sacar a la gente de las calles y desorganizar a los movimientos de abajo.












