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Transición y justicia energética
E

l director de Petróleos Mexicanos (Pemex), Víctor Rodríguez Padilla, anunció que esa empresa del Estado colabora con la Agencia de Cooperación Internacional de Japón para elevar la eficiencia energética y reducir la huella ambiental en la refinería de Cadereyta, Nuevo León. De acuerdo con esa información, el objetivo central es disminuir la emisión de gases de efecto invernadero y generar ahorros sustanciales de energía mediante el fortalecimiento del sistema de control distribuido. El director de procesos industriales de Pemex, Carlos Armando Lechuga Aguiñaga, destacó por su parte que la iniciativa es un ejemplo de impacto positivo y duradero de la cooperación internacional para la transición energética y la mitigación del cambio climático.

Sin duda, el sistema de control avanzado de procesos implementado en Cadereyta es una buena noticia tanto para las finanzas de Pemex como para el medio ambiente, y en este sentido, para toda la sociedad. Se trata de una demostración de que las empresas de propiedad estatal no están reñidas ni con la eficiencia ni con la conservación del medio ambiente, un aspecto ya comprobado con la construcción del complejo fotovoltaico Puerto Peñasco por parte de la Comisión Federal de Electricidad.

Sin embargo, estas acciones no eliminan los desafíos de fondo del sistema energético mexicano. Desde la perspectiva de la transición hacia fuentes de energía de bajas o nulas emisiones de gases de efecto invernadero, el crecimiento sostenido de las consideradas limpias (solar, eólica, geotérmica, hidroeléctrica, nuclear y biocombustibles) se ha dado a un ritmo insuficiente para alcanzar las metas y los compromisos nacionales, por lo que tres cuartas partes de la electricidad generada todavía proviene de plantas que operan con hidrocarburos; en su gran mayoría gas natural, pero también derivados del petróleo y, en menor medida, carbón. A su vez, esta realidad ha conducido a una enorme dependencia del gas natural estadunidense: hasta 80 por ciento del consumo mexicano es importado, y 94 por ciento de las compras al exterior llegan de allende el río Bravo a través de gasoductos. Esta situación es indeseable desde un punto de vista de soberanía energética y se vuelve una verdadera amenaza geopolítica cuando en Washington manda un político adicto al uso de la extorsión económica como Donald Trump.

Revertir tales circunstancias exige una política de Estado que integre investigación y desarrollo de nuevas tecnologías, reindustrialización, sustitución acelerada de combustibles fósiles por nuevas energías, métodos de almacenamiento y respaldo y aprovechamiento en la producción energética de la biomasa generada por los sectores agrícola y alimentario. Los métodos de almacenamiento energético, por ejemplo, pueden beneficiarse de investigaciones en torno al remplazo o la complementación del litio –cuya refinación es costosa, contaminante y compleja– por el sodio, un elemento superabundante, con baja huella hídrica y relativamente fácil de obtener o reciclar.

En éste como en otros ámbitos de la transición energética, México debe remontar el rezago en que se encuentra frente a muchos países. Otra gran matriz de transformación se ubica en el cambio de paradigma de grandes instalaciones que exigen inversiones masivas al de la generación distribuida, en el que la producción de electricidad se lleva a cabo cerca o en el mismo punto en el que será utilizada. Mediante dispositivos fotovoltaicos, eólicos de biomasa y biogás (en los cuales se usan residuos orgánicos para generar energía), las comunidades pueden contar con un suministro eléctrico eficiente, resiliente y potencialmente autogestionado que los convierta en “prosumidores”: productores-consumidores que ya no son clientes pasivos, sino agentes activos en el sistema eléctrico.

La consecución de todo lo dicho pasa por incorporar al mundo rural en el diseño energético. En el vasto territorio dedicado a actividades agrícolas se encuentran todos los elementos necesarios para producir energías limpias y renovables: corrientes de agua, vientos, radiación solar, mareas y biomasa susceptibles de aprovechamiento siempre y cuando se disponga de los conocimientos que permitan explotar su potencial sin afectar la biodiversidad, la integridad ecológica ni a las comunidades humanas. Ir al campo significa también acabar con la injusticia de la pobreza energética, la situación en que un hogar no puede cubrir una o varias de sus necesidades básicas de energía (iluminación, agua caliente, cocina y calefacción, entre otras). Como en todas las modalidades de carencia, ésta golpea de manera desproporcionada a los habitantes del agro, un hecho inadmisible dado que es justamente allí donde convergen los recursos requeridos por las tecnologías limpias y reciclables.

En suma, la articulación de un plan energético verdaderamente comprehensivo se presenta como una oportunidad y un deber para el Estado mexicano, pues emprenderlo significaría su fortalecimiento y la apertura de nuevas posibilidades de desarrollo para el país, mientras negligirlo implicaría una falta al pacto social, así como un lastre para las futuras generaciones.