n México Tenochtitlan en las ceremonias religiosas se cantaba y bailaba como parte de los rituales y muchas de ellas se convertían en auténticas representaciones teatrales. Al percatarse de eso, los frailes que llegaron a evangelizar decidieron organizar actos semejantes para acercarlos más fácilmente a la religión católica.
Así surgieron las pastorelas, que los indígenas aceptaron con agrado porque estaban acostumbrados a representar en forma plástica lo relativo a los ritos de los dioses que veneraban.
La primera, escrita en náhuatl por fray Andrés de Olmo en 1550, fue La adoración de los Reyes Magos; por su parte, el insigne fray Pedro de Gante, quien estableció la primera escuela de artes y oficios era un buen músico y escribió canciones de carácter religioso en la lengua de los naturales con el propósito de que las cantaran en las pastorelas, las misas y posteriormente en las posadas, que tenían el mismo fin evangelizador. Eran obras en las que se conjuntaban teatro, fe y diversión.
A principios del siglo XIX, el escritor Joaquín Fernández de Lizardi, conocido como El Pensador Mexicano, escribió la pastorela La noche más venturosa, que como dicen ahora, se volvió un éxito de taquilla, ya que fue una de las obras más representadas en los escenarios mexicanos.
Un siglo más tarde, el lenguaje culto de Fernández de Lizardi se modificó con dichos y expresiones populares y le integraron crítica política y social.
Al paso del tiempo, las pastorelas se fueron perdiendo por la popularización de las posadas. Por fortuna, un par de brillantes creadores, amantes de las tradiciones mexicanas y el teatro –Jaime Saldivar y Miguel Sabido– decidieron revivirlas y en 1964 se representó por primera vez en el patio del Museo Nacional del Virreinato (antes Hostería del Convento), en Tepotzotlán. El texto original lo escribió Saldivar, en colaboración con Sabido, con adaptaciones de la época actual y la participación de los habitantes locales como pastores.
Maravillosamente las ya célebres Pastorelas de Tepotzotlán cumplieron 61 años de representación ininterrumpida. Se han convertido en un evento navideño emblemático de la Ciudad de México, en el que se fusiona el teatro con una verbena popular que incluye posada, piñatas, fuegos artificiales, música y comida tradicional, si desea una “Navidad completa”. Hay antojitos y platillos típicos de la temporada: pozole, pambazos, tamales, buñuelos, champurrado, ponche y dulces tradicionales.
El lugar en que se celebran no podía ser mejor, ya que el museo ocupa un espacio del antiguo convento Colegio Jesuita de San Francisco Javier, cuyo templo es una de las obras barrocas más bellas de Latinoamérica. Vamos a recordar algo de lo que escribimos en alguna ocasión.
Es obra de la Compañía de Jesús, mejor conocida como los jesuitas, quienes se establecieron en ese lugar a finales del siglo XVI, en instalaciones muy modestas que al paso de los siglos se fueron transformando hasta convertirse en el prodigio que hoy todavía podemos admirar. Aquí estuvo el noviciado de la orden, que formó personajes excepcionales como Francisco Javier Clavijero, Carlos de Sigüenza y Góngora, Antonio Núñez de Miranda –el célebre confesor de Sor Juana– y el cronista Andrés Pérez Rivas.
Contó con varios opulentos benefactores, entre los que sobresale en el siglo XVI el mercader de plata Pedro Ruiz de Ahumada, quien les proporcionó 34 mil pesos para la construcción del convento y la iglesia.
Los jesuitas resultaron ser magníficos administradores y multiplicaron esos caudales que los llevaron a ser dueños de haciendas, tanto de ganado como de sembradío, trapiches y molinos. En el siglo XVII apareció otra prominente protectora: la viuda del capitán Pedro Vázquez de Medina, cuyo hijo, sacerdote jesuita, donó su herencia a la orden y convenció a su madre de que le brindara apoyos generosos. Estos fueron de tal magnitud que permitieron la edificación de 50 celdas, la biblioteca, dos patios y el templo dedicado a San Francisco Javier, la joya barroca que hoy nos brinda tanto deleite.
Un siglo más tarde ya contaban con gran fortuna, lo que les permitió mandar hacer la capilla de Nuestra Señora de Loreto y el camarín de la Virgen, una fiesta de oros, arte y color. También embellecieron la iglesia con una extraordinaria fachada churrigueresca, al igual que el interior, al que dotaron de altares notables, pinturas, custodias de oro y demás adornos lujosos. Es una visita imperdible.












